No olvido las mazorcas de maíz sobre los techos de las casas de campo, con chalas colgando y algunos tordos picoteando en el desgrane. Eran tiempos de subsistencia, cuando los campesinos disponían de alguna cuadra para el cultivo de productos que aseguraran el paso del invierno.
Unos chocleros diente de caballo se utilizaban en fresco, más quedaban varias hileras para la guarda, de manera de mantener las aves (gallinas, patos y pavos), además de asegurar el cerdo cebado para el invierno. Un característico “tiquiti“ era parte de la cultura diaria del campo, cuando la criancera llamaba las aves y sacaba los puñados de maíz desde el interior de un tarro. También recuerdo, que era el momento preciso que se aprovechaba para coger el pollo de la cazuela.
Sin duda, la foto evoca un campo del pasado, que fue difícil vivirlo, pero también resulta imposible no romantizarlo. Eran semillas verdaderas, sin los cambios genéticos que sólo llevan a poder cultivar la F1, pues los royalties salvaguardan los intereses económicos antes que las necesidades. Una mazorca larga con hileras completas de color dorado rojizo invita a los recuerdos cuando se preparaban las cuelgas, al igual que las cabezas de cebollas, para suspenderlas bajo el alero del techo, como un dibujo que va más allá de conservar el grano, inundando el ambiente de vida, naturaleza, trabajo, producción y decoración, que llena el alma.
Los maíces de marzo se recorrían hilera a hilera. Las mazorcas se doblaban de manera que se acelerara el secado. Ese cultivo infinito, se cosechaban un par de semanas posterior al desganche y se trasladaban en carretas de bueyes a una era para terminar el desoje y finalmente almacenarla en los secaderos. Luis Garrido, ya muy lejos en el tiempo, no desperdiciaba su techo de zinc oxidado, en el que secaba las mazorcas a la intemperie, a pesar de que por humedad y pudriciones perdía alrededor del treinta por ciento. Sin embargo, le quedaba lo suficiente para la cría de sus patos gritones, los que miraba pacientemente nadar en una hechiza poza bajo un gigante espino. Otros campesinos utilizaban una cama de chalas sobre el suelo con grandes pérdidas por desgranes, pájaros y roedores.
En Calle Larga, a la altura del 2000, en el predio de Fernando Errázuriz, se puede ver una típica imagen centenaria, con dos grandes carretas y un granero de dos niveles, utilizado como secador de mazorcas. Es una estructura aérea de madera, similar a una jaula, cuyas caras laterales son de mallas metálicas. Un techo robusto de zinc, de dos aguas, protege el producto de las lluvias, mazorcas que así reciben muy buena ventilación, bajando de esa manera la humedad, manchas de granos y germinación de estos. El granero es el mejor invento de las construcciones rurales, y permite obtener granos de maíz de buena calidad, al conservar su textura, color y sabor.
Ese campo antiguo, en los años noventa, se mantenía en un rincón de Condoroma en Los Andes, suspendido en el tiempo, tal cual lo conocí en otros lugares en la década del sesenta. Me atrae recordar a Juan Guerrero y doña Luisa, especialmente en un día nublado de otoño cuando ya cosechadas las mazorcas y secas al sol eran almacenadas en tambores, para lentamente, en días de lluvia, proceder al desgrane. Imposible olvidar las manos de don Juan, morenas, fuertes y ajadas, producto de los años y sus labores mineras que realizó desde muy joven. Tenía una crianza de pavos dorados, verlos salir de entre las hileras de porotos para recaudo, con sus crías y glugluteo, eran una verdadera terapia.
Las cuelgas ya son historia, ya que el desarrollo ha pasado por encima del campo. Sin duda el mundo necesita avanzar, ser más eficiente, que la luna menguante no influya en las siembras, que las carretas sólo sean mudos testimonios. Los secadores artificiales ya están tirando el aire caliente para eliminar la humedad. El maíz se está secando en una cámara y luego se descarga en los silos de guarda. Calibrado, secado, enfriamiento y almacenamiento, son los pasos básicos. Los silos de San Vicente también son historia, unas bocas tragadoras de tubos sinfín van registrando sin equivocación las toneladas y condiciones de humedad.
Las mazorcas asoleadas al aire libre o colgadas bajo un galpón o al interior de un secadero antiguo, ha pasado a ser uno de nuestros patrimonios de campo. Esa herencia adquirida de los campesinos de las primeras haciendas. Generaciones pasadas que nos transmitieron sus habilidades, pertenencias, infraestructura, trabajos, valores, tradiciones, dejándonos un sentido de identidad. Esas carretas tiradas por bueyes, cargadas con cañas de choclos, guiadas por la picana del yuntero, han dejado una huella, difícil de olvidar, una leyenda en innumerables pinturas, en páginas amarillas de tiempo, en cuentos de alegrías y también lamentos.
El campo viejo vuelve a mi mente. El desgrane de mazorcas de maíz, manual o con sencillas e ingeniosas maquinarias, se va juntando en tachos o sacos paperos de osnaburgo. La tierra está mojada, las lluvias de invierno golpean seco los techos filtrados que, estoicos, soportan una temporada más. La poza de Luis Garrido está al desborde, mientras sus patos gritones emiten graznidos entre dos a diez veces, empezando muy fuertes hasta terminar suaves. La dieta de maíz, no se hace esperar y las simientes se esparcen al viento para felicidad de los gritones, mientras con dificultad un pato mudo, cara muy roja, va al encuentro jadeante, con un caminar de bamboleo, mientras suspira o sisea.
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