La noche andina de fines de los años noventa susurraba una presencia inquietante en los campos de las cuatro comunas. El fenómeno se originaba en Canóvanas, Puerto Rico, y rápidamente bajaba hasta la zona más austral de Sudamérica. Iba dejando huella en corrales, pesebreras y gallineros de nuestros campos. La casona de Julio Gallardo, ubicada en Tocornal N°382 de San Esteban, no escapaba a ese influjo, ya que por las noches se dejaban escuchar extraños movimientos subterráneos en una vieja bodega. Los sonidos eran claros y ambientaban la mitología rural.
La aparición del chupacabras fue contradictoria a los avances tecnológicos, al desarrollo intelectual de niños y adolescentes. Sea como sea, el ambiente rural se confabuló para que tomaran mayor fuerza las leyendas mitológicas y, llegando al siglo XXI, una extraña bestia con espinas en el lomo, nos hizo desvariar.
Luis Ríos, director del desaparecido diario El Andino, junto a su equipo, reporteó una posible presencia del chupacabras en la zona de Las Cadenas, comuna de Santa María. Dieciocho gallinas y siete cuyes eran las víctimas que, desangradas, amanecían en el gallinero de la familia Castro Torrijos.
El silencio de la noche fue su cómplice, ni siquiera los perros insinuaron un ladrido, unos pequeños orificios daban cuenta de una succión completa de su plasma. Un par de gallos azules miraban nerviosos desde lo alto de la percha, aunque es sabido que ellos vigilan la noche al dormir con un ojo abierto, lo raro es que no alertaron a los dueños de casa, y ahí cabe la posibilidad, de que la bestia podría ser tan intimidante, que perdieron el canto avisador o decidieron salvarse solos. Nunca mejor que ahí, podríamos hablar de mudos testigos.
La escopeta de don Julio estaba cargada, la presencia nocturna se hacía sentir bajo las tablas resquebrajadas de la bodega. La luna en menguante iluminaba la puerta, una que intimidaba abrir. Los movimientos y arañazos en el subsuelo eran seguidos con largos silencios, los que sólo eran interrumpidos por el cloqueo inquieto del gallinero de su hermana Matilde. La bestia andaba suelta, como que hubiera pasado por debajo de la puerta y su invisibilidad agrandaba la creciente leyenda que buscando una explicación incluía seres extraterrestres, fugas de laboratorios mantenidos por excéntricos científicos a profundas esferas habitadas por entes malignos. El sueño vencía a don Julio, hasta que el sonido de su tractor le indicaba una nueva jornada.
Doña Melania, a fines de los noventa, miraba como bajaban las cabras del cerro en Río Colorado, un sinnúmero de senderos era dibujado y casi sin balar entraban al corral de piedras, como escapando al sonido de la bufa, que anunciaba el temporal. La nieve no se hacía esperar y el escaso techo de zinc guarecía un apiñado rebaño asustado. Decía que el ambiente le indicaba la presencia del chupacabras. El viento no silbaba, sin exagerar hacía un grito gutural de socorro. Los ojos de los corderos casi se salían del globo ocular y la noche no era capaz de atrapar, ni el más mínimo rayo de luna. El ser se paseaba por sus campos, pero las “contras” que su experiencia le dictaba, le protegieron su rebaño, sólo que nunca quiso contarlas.
El Diario El Trabajo de San Felipe daba cuenta el 16 de diciembre del 2020, de la reaparición del chupacabras en el sector de Granallas, Putaendo, al exhibir una foto con setenta y cinco gallinas muertas. Manuel Quiroz, calificó el hecho de sobrenatural, descartando ataques de perros o zorros, por su experiencia en la zona. Interesante es ver los comentarios de los lectores, pues fuera de tomar con humor la grave situación, manifestaban que la noticia es poco seria. Como señala el dicho “ni Judas se atrevió a tanto”, los mitos y leyendas del campo, recorren de extremo a extremo el país, y el que ha caminado bosques y cerros en noches oscuras, no se atrevería a dudar con tanta ligereza. Una mirada al “Bestiario de Chile”, de Andrés Montenegro y Diego Donoso, no estaría demás, “el que busca siempre encuentra”.
Un día de agosto de 2004, Julio Gallardo decidió poner fin a la incertidumbre y avisó a la oficina SAG de Los Andes, para inspeccionar el lugar. Hernán Yáñez Merino lideró la operación, haciéndose acompañar de un par de funcionarios, equipados con cuerdas, jaulas y guantes. Antes de abrir el portón de la calle Tocornal no se percibían movimientos, pero un ruido de película de terror se escuchó al mover la hoja de añosas maderas que permitía llegar al interior. En el centro unas tablas rotas en el piso dejaban ver una cueva, donde se notaba movimiento. Julio ya más calmado había dejado la escopeta y con decisión los funcionarios le hicieron frente a la situación. Ni espectros, ni lomos espinosos… una familia completa de quiques habitaba el lugar.
El chupacabras de los nuevos tiempos ha reemplazado los mitos de antaño, los cuentos del campo, con brasero y mates criollos. El Alicanto que perdió a los buscadores de oro; los brujos de Salamanca con el “martes hoy, martes mañana y martes toda la semana”, la Lola que salía al encuentro de los arrieros, el lamento de la Calchona y tantos otros, pero me detengo en el Piuchén. La verdad un escalofrío siento al instante, vuelvo al pasado e incrédulo veo una especie de chupacabras, pues el Piuchén, alardeando con estridentes chillidos chupa la sangre de aves y animales y lo peor a los entrados en copas que encuentra durmiendo a la luz de menguante. Dicen que son sólo mitos y leyendas, pero también cuentan que “no creo en brujos garay, pero de que los hay, los hay”.
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