Se acerca el invierno duro y frío y los recuerdos andinos van directo al fatídico 3 de julio de 1984, cuando el cerro El Indio se desplomó, sepultando el Complejo Los Libertadores. Numerosas crónicas se han escrito de este hecho, que cambió la manera de mirar la cordillera y quizás para muchos familiares y funcionarios involucrados, la concanetación para siempre con la cumbre, senderos, naturaleza, flora, fauna y geología. Una relación de luto, enojo, resabios y maldiciones.
Pero el tiempo es sabio y ha podido curar las heridas. Por lo anterior, hoy presentaremos una crónica que revierte esos conceptos, los devuelve con bondad y sella de por vida una relación con los montes.
José Antonio Veas Flores, técnico del SAG, no volvió de ese turno de frontera. Le sucedió lo mismo que a muchos habitantes ancestrales, que hace cientos de años quisieron descubrir los caminos de los cerros, atravesar las nieves eternas, las peligrosas roquerías, cazar las manadas de guanacos o escarbar filones de minerales. Los mitos y leyendas hablan de que los rostros de aquellos habitantes de antaño, a los que la montaña les arrebató la vida, se encarnaron en los cerros, donde dejaron sus huesos, y parece ser cierto, al mirar numerosos perfiles que las rocas y el tiempo se han encargado de dibujar, especialmente en las cumbres. Una muestra de ello es el cerro El Indio.
Graciela y sus dos pequeños hijos -María Graciela y José Antonio- esperaban atónitos las noticias, una vez comunicada la tragedia. Los equipos de radio en la oficina del SAG de Los Andes, ni siquiera chicharreaban, sus colegas que voluntariamente se desplazaban a buscar el turno, como le llamaban, regresaban noche a noche con noticias incompletas, aumentando el calvario. Luego todo terminó: la Plaza de Armas se conmovió con el multitudinario funeral, el cementerio floreció y poco a poco las noticias de carácter nacional se fueron silenciando. Graciela se encontraba en su hogar, con los recuerdos, miedos, responsabilidades, pero siempre una paz la acompañaba y le indicaba la caminata que venía.
Al igual que otros familiares, pudo abrazar las labores de su marido. El SAG les abrió sus puertas y rápidamente Graciela buscaba su ruta, ensillaba mulares para vacunar los arreos, conducía viejas camionetas para llegar a las siembras de papas, maíz, porotos o lentejas, observando posibles plagas. Desde las faldas de cerros miraba las plantaciones de cáñamo, frutales, viñas y sementeras de trigo, censando superficies que el país necesitaba para los programas de mejoramiento y créditos. Pasaba el tiempo y siguió haciendo innumerables tareas, hasta llegar a las Serranías del Ciprés, en el sector El Asiento de San Felipe, donde, definitivamente dejaría su impronta.
Se decía que José Antonio ya había caminado esos cerros. Quizás por eso se enamoró de ellos y durante varios años se dedicó a estudiar y registrar su flora. El cerro El Tabaco, llegó a ser como su casa, unas flores de tallos rectangulares y cada cierto segmento unas estructuras estrelladas, rompían en pétalos de fondo rosado, espectacularmente arreboladas con tintes de unos burdeos oscuros, desordenados y atrayentes para cientos de abejorros que musitaban monótonas melodías, dejando embobada a Graciela. La brisa silvestre, la bajada del raco y un vuelo alto de unas rapaces la atrapaban, haciéndola regresar una y otra vez.
El cordón montañoso seguía uniendo a la pareja. Una comunicación invisible bajaba desde la frontera envuelta en nieves eternas que, lentamente, se difuminaban en cipreses milenarios, arbustos nativos, cantos de aves, aullidos de zorros y cardones protectores de la mariposa del chagual.
Graciela no desmayaba. Anotaba y fotografiaba, convirtiéndose en un paisaje habitual para los campesinos del lugar, que no terminaban de entender el fin último de su esfuerzo. Miguel Ángel Trivelli, profesional experto en flora nativa, procesaba con esmero la información para describir un ecosistema andino en distintos rangos altitudinales del sector El Asiento. Así las hojas ajadas de un sinfín de borradores iban lentamente originando un legajo.
Parece un relato estrictamente planificado, como si alguien fuera el titiritero y llevara a José Antonio a impedir el ingreso de plagas y enfermedades, para que años después Graciela, con toda la paciencia del mundo, describiera esa naturaleza que había sido protegida. Sea como sea, los caminos siempre se encontraron, como en ese primer beso o la llegada de sus hijos.
Finalmente, en 2013, fue publicada la “Reseña sobre flora y vegetación de la serranía El Asiento“. Leo cuidadosamente el texto, me detengo en cada foto, pero solo veo a Graciela observando cada detalle de estambres y pistilos, cada espina de los abundantes chaguales, un sinnúmero de nidos diminutos de picaflores que disfrutaban hasta de los quintrales. Los quillayes descolgaban sus hojas, flores y semillas, hacían la sombra necesaria para la avifauna y microorganismos, alongaban sus raíces, absorbiendo los caudales de frescos esteros, transformando parajes baldíos y secos en cuasi selvas subtropicales.
No olvido el 3 de julio de 1984, el ir y venir del transandino, cuando José Antonio inspeccionaba los carros jaulas que traían los vacunos desde la pampa. Tampoco la montaña ni el peregrinaje de penitentes. Pero hoy me quedo con los cipreses de la serranía El Asiento, con el incansable ajetreo de Graciela, con el vuelo de las tórtolas y el mágico cordón montañoso que nos seguirá uniendo hasta que nuestros huesos dibujen perfiles en cada estribación o cumbre andina.
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