Años 60 y en lomajes costeros de nuestra región, mi amigo Juan Hugo me contaba sobre los cururos, que vivían en madrigueras, donde se podían observar unos montones de suelo. Una árida visión, dando muestra de lo trabajadores que eran. Pasaban los años, unas idílicas temporadas de verano, pero nunca los vi, los relatos eran muy convincentes, las huellas de las cuevas estaban ahí, realmente mucha tierra removida, hasta me parecía escuchar los sonidos al interior del escondite, más realmente nunca los vi. Por él, sabía que eran de color negro intenso, que de cuando en cuando asomaban su cabeza, que utilizaban explanadas abiertas con ballicas en sus alrededores, así y todo, no los vi.
Nuestra cordillera andina, tiene mucho que mostrarnos en avifauna, geología y montes atiborrados de leyendas. Si hablamos de ambientes a tres mil metros sobre el nivel del mar, lo primero que me llamó la atención fue encontrar de manera abundante unos insectos prehistóricos, como los “Chinche molle”, utilizados por los aborígenes como remedios caseros al deshidratarlos y molerlos. También la población de liebres, que definitivamente han escapado del valle, buscando la tranquilidad de las cumbres. Ni hablar de guanacos, que año a año incrementan los rebaños, hablando muy bien de las políticas de protección, por parte del estado. La sorpresa fue mayúscula al recorrer el piedemonte que cae al Llano de la Calavera, ahí estaban los recuerdos de decenas de años, los montones de tierra, las huellas del cururo.
Su hábitat de matorrales lo encontramos muy cerca de la ciudad de Los Andes y don Alfonso nos describe un serio inconveniente que produce, durante los rodeos de animales, al bajarlos desde la cordillera, en el sector de Los Rosales. Los galopes necesarios para conducir los rebaños de vacunos, corren el riesgo de que sus caballos se entierren y luxen sus patas, al pasar por las entradas de sus cuevas, pues es mucho el movimiento de suelo que producen los cururos. Son cientos de metros que realizan en sus madrigueras, laberintos donde esconden forraje y nidos para proteger sus crías. Numerosas entradas y salidas los ayudan a escapar y circular de manera segura, a mirar el ambiente, comunicarse, y bajar con extremos calores y tormentas blancas.
Juan Hugo ya no vive en el campo, emigró hace bastantes años, sin embargo, vuelve a sus alrededores con frecuencia, de todas maneras, le extrañó, la siguiente pregunta: ¿desde cuándo que no ves cururos? “¡Uffff!, desde muchacho, relató con melancolía, había una familia de ellos, caminito al pozo, donde abrevaban las ovejas. Me detenía mucho rato, con harta paciencia, hasta que se observaban movimientos de tierra, luego se asomaban, con bastante sigilo, eran muy negritos, cuerpo cilíndrico y prácticamente sin cola”. Ese caminito al pozo, me hizo retroceder cincuenta años, escuchar el balido de unas merinas de gran alzada y otras de color café intenso. Los perros ahuyentaban las codornices que también bajaban del cerro a beber agua, una muy fresca del pozo, ese que recordó mi amigo.
En 2010, junto a Jaime Urra, compañero de trabajo, íbamos los domingos en la mañana a cabalgar, al corral Las Parcelas de Javier Crasemann. Además, nos acompañaba en el grupo, Guido Celedón y Miguel Cacciuttolo. Ese campo de Valle Alegre, lleno de caminos sin rumbo, callejones escondidos, polvorientos senderos que se resisten a los nuevos tiempos, muros largos de arcilla en ambos lados, es capaz de hacer sentir el sonido nítido de los cascos de los caballos, el olor fragante de durazneros y donde aún persisten los potreros de curaguilla. Arriba de un colorado, de paso tranquilo divisé la actividad de los “chululos”, entre malezas de yuyos, rábanos y llantén, muy cerca de una gran bodega de gruesos adobes.
Nuestro cururo, pertenece a la fauna endémica de Chile, se desplaza sin inconvenientes entre Caldera y el Bío Bío. Tampoco se agita en ambientes costeros ni cordilleranos de 3 mil metros de altura. Sus túneles se distribuyen a quince centímetros bajo tierra. Viven en grupos, alcanzan carreteras subterráneas de hasta seiscientos metros, con unas cámaras de almacenamiento de forraje y otras para tener nidos con crías. ¡No sé qué me ve!, decía la Joya Palacios, hace algunos días, y algo parecido podría estar reflexionando el cururo ¡no sé, quién me ve!, si por algo me llaman “roedor cavícola”.
A lo menos se clasifica como “vulnerable”, pues la destrucción de su hábitat lo va arrinconando y sacando de las planicies centrales, de esas con abundante hierba. Los procedimientos de “Clasificación ambiental “, van considerando poblaciones, comportamientos, y no pocos informes determinan acciones de mitigación y traslados de las familias de cururos afectadas. Su distribución en altura, va complicando los proyectos mineros y cada vez se hace recurrente que sus cuevas, chillidos y ambientes, estén siendo más considerados. En las madrigueras se va alimentando de raíces y también en Aconcagua de bulbos de huilles, para pesar del profesor Levi Mansur.
Hubiese querido terminar la crónica de otra manera, podría haber sido un digno alumno de Juan Hugo, con sus enseñanzas en el camino al pozo, pero debo confesar que aún no he visto al cururo. A esta altura, ya casi lo considero una leyenda y me gustaría hacer una encuesta, y tú ¿has visto al cururo?
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