Jueves, 26 de Diciembre de 2024  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural… Durmientes de Leyenda

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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La vida del último tercio del siglo XIX se aceleraba. Señores de tradicionales trajes ingleses pasaban bastón y sombrero en los salones de reuniones, donde se tomaba la decisión de trazar y construir, o más bien desafiar los Andes centrales. Expertos internacionales se internaban por el cajón de Juncal, observando la geología, midiendo alturas y recibiendo in situ los diferentes comportamientos de temperaturas, precipitaciones de nieves y visibilidad en oscuras tormentas. A mil kilómetros de distancia, los bosques de la zona sur, algo importante tenían que decir, sus añosas maderas, longevos pellines se mostraban, diferenciándose de amarillentos hualles. De esa manera las leyendas del Gulumapu se preparaban con miles de anillos al interior de sus troncos.

En el intertanto subían y bajaban elegantes carretas, tiradas por caballos y mulas, las que de cuando en cuando iban utilizando refugios de piedra, que las amparaban de calores fuertes y precipitaciones de viento blanco, amén de abrigadores destilados que los viajeros para nada despreciaban. Hace unos años, en un campo de Freire, región de la Araucanía, encontré a dos maestros reparando una entrada al fundo, básicamente sus pilares, que gruesos y altos marcaban la imponente tranquera. Uno de ellos destacaba la diferencia entre el marco que podía ser de roble hualle versus los postes que necesariamente debían ser de roble pellín. El color rojo intenso mostraba los años, testigos de muchos hechos históricos, que incluso hablaban de guerras y conquistas.

El maestro Calixto, ya pisaba los 60 años, mientras que su ayudante Rogelio se vanagloriaba de tener solo 22. El joven me explicaba que su mentor ya podía identificarse con el apelativo de “apellinado”, sin embargo, no alcancé a decir comentario alguno, pues a reglón seguido comento que era por su roja nariz, el diálogo concluyo con una sonrisa paternal del viejo maestro. Recuerdo esta anécdota, pues los maestros del siglo XIX trabajaban como los campesinos de Freire, hacha en mano, moldeando los durmientes o traviesas que las vías del Transandino requerirían. Todo comenzaba por la elección de los robles, respetando la cosecha tradicional, la que es capaz de mantener el bosque, y pidiendo el permiso necesario a Ngünechen, buscando el equilibrio y bienestar espiritual.

Allende Los Andes nos llevaban ventaja en la subida desde Mendoza a Las Cuevas, las líneas del ferrocarril, ya estaban asentadas, los indios chaqueños habían trabajado los milenarios bosques de quebracho colorado, cuyo destino serían las traviesas de escaladas andinas, que buscarían el Pacífico. Con la paciencia ancestral, numerosas etnias trabajaron los durmientes que fueron trasladados en todo tipo de medios, a la base de la cordillera, donde en carretas y lomo de mula llegaban a las curvas exactas para ordenadamente sostener los rieles. Obreros de diferentes países, especialmente chilenos, fueron configurando un nuevo paisaje, a punta de combos, clavos, picotas, sacrificio e inteligencia.

Medianas barcazas se arrimaban al puerto de Talcahuano. Corría 1874 y la determinación de realizar el tren Transandino ya levantaba campamentos en diferentes alturas del cajón andino. Se preparaban las cargas de durmientes que viajarían vía marítima al puerto de Valparaíso, carga proveniente de los profundos bosques ancestrales de la Araucanía. Centímetro a centímetro, lentamente habían crecido los robles pellines históricos, solicitados desde la administración de la compañía “Ferrocarril Transandino Clark “.  Centenares de años tenían los ejemplares elegidos para una cosecha ambiental respetuosa, realizada por hábiles mapuches, semblanza, que siempre me llamó la atención al mirar las vías y cobertizos.

Pasaban los crudos inviernos, el paisaje antropológico de Los Andes definitivamente había cambiado, esa villa de Santa Rosa de los Andes, ya no era tal, pues el movimiento migratorio por causa de los trabajadores del ferrocarril se había tomado los caminos fronterizos. Los senderos del inca ya estaban quedando en el pasado, los arrieros miraban con inquietud los cambios que se avecinaban, el control aduanero del “Resguardo”, en Rio Colorado, se aprestaba a cerrar sus libros y la condición aduanera andina de más de doscientos años se fortalecía, línea a línea, estación a estación, durmiente a durmiente.

Dicen que la cordillera tronaba a ambos lados del límite, martillando sin cesar en las vías férreas, que el mate se hacía más popular, que las cuadrillas de obreros iban y venían entre río Blanco y Uspallata. Las manos de naipes alargaban colaciones y noches, las mulas cargadas con toneles de “fuerte”, eran vitoreadas, briscas y trucos se entrelazaban en los caminos. El viento blanco dejaba difuminadamente ver, de vez en cuando al “jinete sin cabeza”, leyenda que circulaba por alrededores de “Punta de Vacas”, luego de ser descabezado el pagador inglés, al no cancelar una apuesta de juego. La empresa de los hermanos Clark, con grandes vicisitudes en su andar, logró la meta y en el año 1908 alcanzó la cumbre.

Las tribus guaraníes descubrían los taninos de los quebrachos colorados, los que utilizarían en la doma y curtiembre de las materias primas, la dureza de sus troncos les entregaba ese secreto. Nuestros ancestrales robles, nacidos en el 1500, eran testigos privilegiados del primer enfrentamiento entre mapuches y españoles, a orillas del río Itata, los llamados combates de Reino Huelén. Los troncos se elevaban al cielo e iban guardando en su regazo las denominadas “traviesas”, que trecientos años más tarde se cosechaban para unir dos pueblos transandinos, así fue que los durmientes de leyenda, escalaron metro a metro, en una epopeya fascinante, una vía férrea que se completó un 5 de abril de 1910.

 


 
 
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