El bus avanzaba rápido hacia Punta del Este, un día parcial nublado hacía meditar al mirar el arrebol de las nubes. Carmenza, la guía turística, en un hermoso portuñol, ya había anunciado todos los tips necesarios para disfrutar esa esperada jornada. Sin embargo, un desvío en Punta Ballenas nos hacía descubrir lo mejor del viaje, el cielo se abría, el contraste del blanco y azul acurrucaban los sentidos y un rincón destacado nos mostraba un milagro que tenía que ver con nuestro querido terruño. Casa Pueblo, la estábamos descubriendo, pero ya una crónica decía “es un velero que se pierde en el horizonte, una construcción mágica que no se sabe bien lo que es, pero que invita a entrar”.
Carlos Páez Vilaró, el inconmensurable arquitecto y artista charrúa, creó un espacio entre roquerías únicas, caminó más de treinta años entre croquis, sueños y maestros, para finalmente trascender con Casa Pueblo, una obra suspendida en la materialidad de la piedra, hormigón y fierro, pero también en la utopía de una lírica o poesía latinoamericana, asociada al mundo negro y amazónico que tanto defendió. Unas líneas curvas del maestro Antoni Gaudí, acantilados de Santorini, estrechos senderos de la arquitectura mediterránea, pisos de batucos lustrados, una mezcla de paletas azules y blancos que recuerdan las casas campesinas del 1900.
Estamos a una semana de que se cumplan 52 años de la tragedia de los uruguayos en Los Andes y tuvimos la suerte de tener la mirada desde el país oriental, una que nos saque de un egotismo que muchas veces nos puede enaltecer más de lo necesario, quizás ver un protagonismo en la justa medida, veremos. El sobreviviente más joven de la delegación se llama Carlos Páez Rodríguez, quien en la actualidad ya carga 70 años, es hijo de Páez Vilaró y a la sazón sólo tenía 18 años. “¡Estoy vivo, papa!”, resalta entre los innumerables recortes de diarios que los murallones de Casa Pueblo muestran al mundo, un grito desgarrador de un mocoso que jamás se rindió en la lucha, que había soñado en su partido de rugbi más importante de su corta carrera.
Desde el exclusivo barrio de Carrasco Norte, Montevideo, se preparaban los rugbistas del Old Christians Club, ex alumnos del colegio privado tradicional católico Stella Maris, quienes habían confirmado un partido con Old Boys Club de Santiago de Chile. El presidente del club contrató un avión turbohélice Fairchild FD-227D de la Fuerza Aérea Uruguaya, para trasladar el equipo hasta la capital chilena. Cuarenta pasajeros y cinco tripulantes iniciaban la aventura, el experimentado piloto era el coronel Julio César Ferradas, quién despegaba sin atisbo de inconvenientes el 12 de octubre del 1972, pero un frente de mal tiempo los obligó a pernoctar en Mendoza. Si bien existía una ruta directa de 200 kilómetros, la potencia del avión al ir muy cargado no alcanzaría la altura de los montes cordilleranos de ese trecho.
La multiplicidad cultural de Casa Pueblo, hacía difícil la abstracción de un solo tema, la complicidad con los gatos de Páez Vilaró hace mirar innumerables figuras y pinturas, también el horizonte que traspasa los ventanales lleva inconscientemente a las antiguas balleneras de las cuales sus costas fueron tristemente testigos. Una noche de carnes y vinos en Mendoza, hizo trazar la ruta como una U, hacia la zona de Malargüe, a pesar de que las condiciones meteorológicas seguían complicadas. Dante Lagurara, el copiloto, comunicaba su posición con los controladores aéreos de Malargüe y posteriormente con los de Santiago, mas a esa altura se volaba sólo con navegación por estima, indicando la ubicación errada de El Planchón, límite aéreo del control de navegación internacional.
La tormenta arreciaba en la cordillera, el avión perdía altura y los jugadores bromeaban con la turbulencia, en paralelo Lagurara, que estaba siendo entrenado por Ferradas, ya tenía el permiso de descenso desde Los Cerrillos, la desesperación por el error de coordenadas ya no tenía vuelta y se hacían esfuerzos desesperados para elevar la nave, hasta posicionarla casi de manera vertical. La alarma de colisión ya sonaba, la cresta de las montañas no desaparecía y un temblor interminable azotaba el llamado “trineo de plomo”. El glaciar denominado Valle de Lágrimas, era testigo de la tragedia, a una altura de 3.570 metros, en el departamento de San Rafael, entre el cerro El Sosneado y volcán Tinguiririca, a 1.200 metros de distancia por el lado argentino a la línea divisoria de aguas entre ambos países.
Pasaron 69 días, para que los mismos hielos del Valle de Lágrimas, incrementaran las aguas del Río Claro, dónde absorto recorría su orilla el arriero sanfernandino, pensando en los animales perdidos de la temporada anterior. Parrado y Canessa luego de vagar alrededor de doce días, con sus escasas fuerzas que le quedaban, atravesaban las aguas y se arrodillaban delante de Sergio Catalán y hundiendo sus manos en la tierra, arrojaban el polvo al cielo, entregando un emocionante y dramático mensaje de auxilio manuscrito en un ajado papel. El 22 de diciembre se iniciaba una descomunal movilización de patrullas, aviones y helicópteros para el rescate.
Páez Vilaró guarda también el cable enviado por el presidente Salvador Allende a su par de Uruguay, anunciándole el hallazgo de los compatriotas, además de las sentidas palabras para los arrieros héroes. Recordar que Sergio Catalán recorrió cumbres y valles para dar aviso a las autoridades, mientras Juan Farfán daba los primeros auxilios y Pedro Cerda ponía su hombro para llevarlos a su ruco de cordillera, acogerlos y alimentarlos. Un rincón de Casa Pueblo emociona con los primeros hechos de la historia, mientras Páez Rodríguez divulga sus escritos “Después del día diez “y “Desde la cordillera del alba”. Los brillante batucos en Punta Ballenas siguen reflejando la posta del hijo, quien recorre el mundo en charlas motivacionales dónde unas montañas colchagüinas tienen el papel principal.
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