Jueves, 25 de Abril de 2024  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural… Boldo en la Sierra …

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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En los primeros años del siglo XX se buscaban esos frutos que los bosques nativos en suelos de rulos desplegaban cercanos a las aguadas, esas aves que se asentaban en sus migraciones o la fauna que vagaba escondida. Un sin número de actividades realizaba la familia Amador Alvarado en la sierra de Colliguay. Sus 13 hijos así lo requerían y lentamente los arreos a veranadas e invernadas aumentaban su rédito. No fue hasta la década del 50 que don Manuel Amador decide emprender junto a su numerosa familia en la colecta de hojas de boldo. Ese aroma embriagador de los amarillos frutos algo le indicaba.

Una tierra mística llena de historia, donde los aborígenes ya habían incursionado en la cosecha de esas oblongas y coriáceas hojas, que desplegaban sus atributos medicinales desde inmemoriales tiempos. El herbolario indígena hablaba del boldo, canelo, chilco, copihue, culantrillo, culén, laurel y maqui entre otros. Su etnomedicina cocía las hojas de boldo para las cataplasmas en el caso de neuralgias y dolores reumáticas. Baños de hojas en agua caliente y sal gruesa, hablaba no solo de los aspectos curativos, sino que también de los placeres del cuerpo y alma.

Un camión Fargo 400, de barandas altas, colmado de sacas de arpillera con hojas de boldo, llamados “chonchones”, estivados con rigurosidad, luego de una sacrificada cosecha y deshidratación de los peciolos, se preparaba al viaje. Encarpados y amarrados con cordeles de cáñamo, esquineros de álamo y tirantes de colihue, hacían la bajada desde Cerro Viejo hasta el puerto de Valparaíso. Esquivando cerradas curvas, exigiendo su motor Plymouth continental, respirando uno que otro desfiladero, y haciendo oídos sordos a angustiosos gritos de doña María, su mujer, por lo gredoso y estrecho de la ruta. Temporadas completas de secado y embalaje, mostraban al mundo un producto natural, donde un puñado familiar abría caminos de desarrollo.

Don Manuel Amador recorría sus tierras en su caballo colorado, la memoria funcionaba a mil y si bien buscaba el ganado, paralelamente iba realizando un perfecto mapeo sobre la ubicación de los boldos que aún no se habían intervenido. El decreto 366/44, del Ministerio de Tierras y Colonización, implicaba un croquis de la explotación, número de árboles a cosechar, propietario o arrendatario, producto a obtener y referencia de cercanía a un pueblo o estación. Si bien en esos tiempos aún no existía un reglamento tan estricto como en la actualidad, el comportamiento sustentable de ese hombre de campo, mantenía un equilibrio importante. Hoy se sigue realizando dicha actividad, aunque mucho más regulada, incluyendo un plan de manejo, ley de protección agrícola, intervención de Conaf, Sag, etc.

La serranía costera, su temperatura y humedad posee las condiciones ambientales y de suelo para recibir ese árbol de tronco corto, copa redondeada y frondosa, dioico, de hasta veinte metros de altura y muy aromático. Hojas siempre verdes, inflorescencias en racimos cortos, fruto amarillo y muy duce, nativo de Chile y distribuido en la costa desde Coquimbo a la Araucanía. El boldo es una planta que ayuda a disminuir los niveles de colesterol, al depurar el hígado y el colesterol de la bilis, ayudando a eliminar estas grasas del organismo. Las agüitas de boldo sin duda contribuyeron a que doña María Alvarado Millán alcanzara los 106 años…la verdadera matriarca de Colliguay.

Hermosinda y Silvandira, dos de sus hijas, eran las más entusiastas recolectoras de varillas de boldo en los campos de Amador, en Cerro Viejo y Román. Las canchas de secado, con semi sol y brisa de Las Trancas y Quebrada Seca, extraían sólo el agua necesaria, manteniendo esa injundia y aceites esenciales de una hoja que navegaría a la conquista de las costas europeas. Desde diciembre a marzo, la temporada de cosecha y deshidratado, cuidando la condición de quebradizas durante la limpieza y ensacado de las mismas. Bodegas frescas y aireadas cuidaban ese verde tesoro que provenía de sus terrenos y de proveedores de Caren, Puangue y Lepe, permitiendo a don Manuel seguir incrementando sus inversiones en tierras, camiones y animales.

Ese tupido bosque esclerófilo que recorría el vaquero, iba declarando los boldos aptos para la cosecha, sin embargo, su escondite muchas veces no era descubierta. Una de las mañas de don Manuel era ser asertivo con el gorjeo de las aves, especialmente en época de frutos amarillos, pues los diucones de ojos rojos distraídos los anunciaban con su pesado vuelo, los chirigües con atolondrados cantos, tordos colonizadores al husmear nidos ajenos, tencas resfriadas comunicando noticias o vuelos rasantes de codornices nodrizas. “El campo te va llevando” decía don Manuel, mientras no perdía la oportunidad de comunicarse con una turca que no demoraba en responder. Época clave cuando las aves van degustando los frutos y diseminando sus oscuras semillas.

Don Manuel Amador Millán, fue un verdadero personaje adelantado para la época, pues desde los bosques profundos de Colliguay, armó su pequeño imperio, utilizando convenios con Corfo, hace ya setenta y cinco años, obtuvo los créditos de la banca para proyectarse al comercio exterior con dos productos de excelencia, hojas deshidratadas de boldo y granos de cebada. Sin saberlo llegó a ocupar una economía de escala, al tomar las únicas hojas chilenas medicinales descritas en la “Farmacodeas europeas”, secar las varillas, separarlas, cuidarlas de la humedad, acariciarlas para no quebrarlas, colmar los chonchones, estibarlos en su Fargo 400 y trasladar la carga a puerta de buque. Emocionante recuerdo de sus hijos Ramón, Norberto y Cupertino.

Las exportaciones de hojas deshidratadas de nuestro boldo se iniciaron a fines del siglo XIX, las siguió don Manuel a mediados del XX y en la actualidad muestran un crecimiento exponencial (INFORT). Don Manuel escudriñó esos principios activos medicinales en su sierra costera, bajo los mil metros, las embaló en grandes chonchones, junto a su compañera de vida, doña María, sus trece hijos y campesinos de alrededores. Caminó la noche y si bien les hizo un guiño a los abandonados lavaderos de oro, se inclinó por un recurso natural renovable, como una verdadera enseñanza de vida, esa que las actuales generaciones forestales, comienzan a criar en los grandes viveros de la zona centro sur de Chile.

Quiero imaginar que caudillos como don Manuel Amador Millán continúan cabalgando esos cerros interiores, subiendo y bajando en un Fargo 400, vigilando el patrimonio nativo, arreando el “ganado cerruco” y abrazando su guerrera familia.


 
 
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