A mediados del siglo XX, los campos del Cariño Botado caminaban entre curvas y recovecos en el inicio de los frutales y cultivos forrajeros. Tambos lecheros y de cría bramaban al atardecer al separar los becerros de sus madres, para permitir la ordeña de la madrugada. Los ensilajes y cañas de maíz suplementaban las vacas holando, después del pastoreo directo. Pajales muy rústicos guarecían los rebaños del frío invernal y del calor estival.
Las chacras tradicionales no permitían que sus despensas estuvieran vacías de papas, maíz, porotos, cebollas, ajos, garbanzos y trigo para el café, harina tostada, y crianza de gallinas. Esa comida, a veces monótona y aburrida, era salpicada por el grito de don Belisario, quien, en un destartalado camión verde, promocionaba a pulmón batiente las sandías cultivadas en San Pedro, en el corazón de Melipilla. Esa fruta que los mapuche denominaban cuchuña y que la cultivaban desde antes de la llegada de los españoles y que aparece en iconografías egipcias de hace miles de años.
“Caserita, caseritas, caladitas mis sandías”, así el comerciante -cuya carta de presentación era una engrasada boina- promocionaba el producto, con la seguridad que estaban muy maduras y sabrosas. Ramoncito corría al encuentro del comerciante, pues sabía que su madre Herminia la pediría calada. Un cuchillo del terror de 15 cm, terminado en punta, realizaba con maestría el corte triangular y profundo que sacaría la muestra que el pequeño probaría. De todas las casas se asomaban al encuentro de don Belisario.
Los Rosende salían al cruce de La Florida, al grito sin igual de don Belisario, y muchas veces tuvieron que socorrer mecánicamente al destartalado Ford. Al parecer los caballos de fuerza de sus tiempos mozos ya habían sido largamente superados por la vejez de esos fierros. Una manivela era la alternativa para darle partida al envejecido motor, poniéndose así en movimiento el añoso vehículo cargando los rayados frutos.
Don Osvaldo elegía dos sandías muy grandes, esas de 15 kilos, obviamente caladas para observar el color y sabor. Eran los tiempos de los frutos verdaderos, esos creados por el original y no por los genetistas, de manera que sus simientes darían los frutos que el campesino sembraría en la próxima temporada. Las semillas eran secadas a la sombra y almacenadas en latencia por una o dos temporadas, para sembrarlas en las chacras de primavera junto a los limensos de olor. Unos pavos colorados eran los más felices al descubrir las maduras sandías de chacra, pues ya habían aprendido a calarlas.
Quedan pocos testigos de esos viajes eternos desde San Pedro a Cariño Botado. De ese viejo camión trepando la cuesta de Chacabuco. De esos trueques de oño Belisario, cuando una sandía de 8 kilos era cambiada por dos pollos cazueleros, que envueltos en una panty media eran llevados hasta su casa de Colina, además de dos tortillas de rescoldo de doña Manola y un almuerzo con la Nenita. Una vida tan diferente, increíblemente sacrificada al decir de muchos, sin embargo, llena de cultura, conversaciones sin tiempo, de esteros sin cercos y membrillos colgando al caminante.
Que niño no esperaba ese trozo de sandía para realizar el doble túnel y disfrutar de la mágica fruta veraniega, o los cerdos que osaban al esperar sus gruesas cáscaras, o don Ramón disfrutándola con harina tostada. Dicen que a la señorita Norma, profesora de la escuela rural, les hacía el quite a las sandias por lo incomodo del tema de las pepas, mientras los escolares se divertían en el juego de escupirlas lo más lejos posible.
Don Belisario reconocía que podría haber vendido sus sandias en Calle Larga o Los Andes, sin embargo, la atracción del Cariño estaba en cada rincón. Los hornos de tabaco perfumaban la calle Roma, los tambos vistos del camino La Falda le traían imágenes de su niñez al correr y saltar los terneros. Las curvas de calle Reyes le permitían mirar de diferentes ángulos los campos de cáñamo, fuera de las quintas con todo tipo de frutales. Como dijo Regine, es un rincón con lo mejor de la campiña francesa.
El dicho popular de la “sandía calada”, referido a cualquier aspecto de la vida que probadamente es bueno, lo podemos asignar esta vez a los recuerdos del Cariño Botado, cuando don Belisario y su humeante camión verde aparecía, jueves por medio en la temporada estival, ofreciendo sus refrescantes frutos. Sus conversaciones, trueques e imágenes del pasado lo convierten, sin duda, en una dulce y roja “sandía calada”.
|