La relación entre entornos violentos y la conducta delictiva en adolescentes va más allá de lo observable. La exposición constante a contextos de violencia afecta el desarrollo emocional y psíquico, normalizando conductas agresivas y debilitando mecanismos internos de regulación. En situaciones de pobreza, desintegración familiar o exclusión social, estos factores se intensifican, y la violencia puede ser una forma de interacción, defensa o afirmación de identidad.
Un aspecto crucial es cómo los adolescentes perciben el presente. Influenciados por la instantaneidad de la vida cotidiana, creen que, si algo no se logra prontamente, nunca se conseguirá. Esto limita su capacidad para proyectarse al futuro, aumenta las reacciones impulsivas y la frustración ante dificultades.
El Diagnóstico sobre la situación de derechos de la niñez y adolescencia 2025 muestra esta complejidad. En 2024, 57 adolescentes fallecieron por lesiones autoinfligidas y 51 por armas de fuego. Estas muertes, junto con el aumento en atenciones de salud mental y consumo de sustancias, reflejan un entorno donde las condiciones para elaborar experiencias emocionales complejas son limitadas. Un 32% de niños y adolescentes declaró sentir inseguridad en su barrio o escuela; en primero básico, esta percepción alcanzó el 59%.
La agresividad es esperable en la adolescencia, pero su manifestación depende del entorno para canalizarla. El juego simbólico, el vínculo con figuras significativas y la posibilidad de expresar emociones en espacios seguros transforman la agresión en creatividad. Sin estas condiciones, la violencia puede ser la única vía de expresión ante un mundo percibido como amenazante.
Entre 2019 y 2024, aumentó un 10,7% la cantidad de estudiantes de cuarto medio que dicen sentirse solos. El 70% de estudiantes entre quinto básico y cuarto medio reportó haber sufrido acciones que los hicieron sentir mal, principalmente por su apariencia física (37%), forma de ser (30%) o rendimiento académico (30%). Estas experiencias contribuyen a una sensación de exclusión que puede transformarse en conductas disruptivas o autodestructivas.
La presión por modelos sociales de éxito inmediato y supuesta perfección —reforzados por medios digitales— influye en cómo los adolescentes enfrentan conflictos. La violencia no siempre es intencional, sino un intento de resolver la tensión entre lo que se espera ser y lo que se puede ser. Esta distancia entre el ideal social y la experiencia interna alimenta impulsos que, sin mediación simbólica, derivan en conductas violentas.
Los datos sobre violencia sexual son significativos. En 2024, hubo 89 interrupciones de embarazo en niñas y adolescentes; el 88% por violación, y el 58% involucrando a personas menores de 14 años. También aumentaron un 45,12% entre 2022 y 2024 los delitos por explotación sexual digital. Estos casos muestran entornos inseguros que fallan en proteger a niños, niñas y adolescentes de formas estructurales de violencia.
El desafío no es solo preventivo o punitivo, sino estructural y simbólico. Políticas públicas orientadas al acompañamiento emocional, la expresión simbólica y el fortalecimiento de vínculos sociales pueden ofrecer alternativas viables a la violencia. La intervención temprana, la educación emocional y la promoción de espacios comunitarios seguros son clave para revertir estas trayectorias. Los datos confirman que la violencia en la adolescencia refleja tanto el entorno como la historia personal y las condiciones para construir una identidad sin recurrir al daño.
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