Viernes, 21 de Febrero de 2025  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural…Las prietas de don Pancho Segovia

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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Escucho atentamente a don Gonza Gaete, oriundo de Calle Larga, quien recuerda, con alegría y nostalgia, innumerables aventuras de niñez al lado de una gran familia en la década de los ochenta. Dice que, entre primos, tíos y abuelos, rondaban las cincuenta personas. Una voz ronca, a ratos enredada, describe con inigualable entusiasmo las reuniones familiares de fines de semana. Esas de amasijos, celebraciones, cocinerías y abrazos consanguíneos. Lo miro y me parece que está hablando de cien años atrás, sin embargo, sólo han pasado cuarenta, la vida corre, las costumbres cambian, ya nada es lo mismo y ahí calza la manida frase: “todo tiempo pasado fue mejor”.

Parto por contarles que el famoso lugar, llamado Crazy Horse, no tenía tantas luces, sus tonos eran diferentes, sus noches más bien calladas, excepto por algún bramido lastimero de algún novillo, que esperaba el alba, como atisbando la hora del sacrificio. Unos corrales ocupaban ese lugar, aledaños al Matadero Municipal de Los Andes, posteriormente privatizado por la sociedad Marzen, donde don Pancho, llegaba a diario a faenar las reses que la provincia necesitaba. Se habla de arreos directos, polvaredas de los potreros cercanos, gritos de los huasos a caballo, siguiendo el anca de los toros, con lazos prestos si la situación lo ameritaba, e instalaciones añejas, muy lejanas a los requerimientos actuales.

Sagradamente llegaba, portando sus herramientas muy bien envueltas en un saco de género, realizado con esmero por su mujer doña Rosa Herrera. Cuenta la leyenda que, a su arribo al matadero, con una sola mirada atisbaba su equipo de trabajo, su oficio era muy respetado y como para no serlo, su habilidad y rapidez con el punto y la cuchilla no dejaba espacio a las bromas. Los ayudantes lentamente se iban ubicando en los costados, para realizar los oficios específicos, esos que dejaban a don Pancho al centro del protagonismo, como un torero en el ruedo. Un grito para el que laceaba, un mate que circulaba y mezquinos rayos de sol alumbrando la amanecida, era la fotografía de un día cualquiera del otoño andino.

Don Gonza, se atropella en el relato y a ratos vuelve a esa melancolía, cuando las distancias del campo ya no se acortaban a caballo, sino que en bicicleta. Don Pancho fue el padre de su padrastro, de nombre Jaime Herrera. Como en los tiempos antiguos no solo tenían una relación filial, además eran compadres, de manera que no olvidaba una vez al mes, llevar los baldes de sangre, uno de los subproductos del matadero, a la dirección de Paso Basaure 139, donde la familia Ahumada Reyes, para realizar los inolvidables fines de semana de prietas. Abuelos, tías y primos de don Gonza se reunían ya muy temprano el sábado para iniciar el ajetreo de las prietas, esas que resaltaban en los platos con puré.

Un colorado trintre, era el gallo padrillo y dominante que guiaba la bandada, y ya a las cinco y media de la mañana anunciaba el inicio de la gran jornada del primer sábado de otoño, en ese marzo de 1985. Doña Matilde Reyes arrimaba las chamizas para el brasero, que luego anunciaría los primeros mates, antes de la llegada de los parientes, quienes estaban ávidos de la fiesta, que significaba, la reunión de gran parte de la parentela. Una suave garúa invitaba ingresar a la cocina exterior, la de humos acogedores, de brasas transparentes y rojos luminosos. Doña Matilde, Jaime, Guillermo, Magali, Luis, Pancha, Angélica y Elisa, iniciaban los quehaceres, esos de fogones, fondos enlozados, papas, aliños, tocino y tripas rellenas.

Guillermo llegaba con un saco papero a la espalda y como si nada movía los ochenta kilos, disponiéndolo a la peladura, las manos de Pancha, Angélica y Elisa se movían al son de una tonada, que acompañaba de manera muy singular el movimiento de sus dedos y navajas. Paso Basaure, Alto del Puerto, San Francisco, pintaban otras acuarelas, los potreros eran más anchos, los muros de adobe más largos, los recovecos de Valle Alegre, anunciaban más curaguillas, maizales, porotales, hatos de vacas, rebaños de ovejas negras y puercos chalecos cebados, para pasar el invierno. Don Pancho no sólo iba al matadero, era llamado de todos los campos de Calle Larga, para hacer gala de su oficio y así poder celebrar cada convite.

Doña Magali, no lloraba en el picado de la cebolla, su secreto de encender una vela, le daba resultado, era la pillería y cuasi brujería de campo. Los borbotones de la sangre, cociéndose en el fondo hirviendo, daban vida a la fiesta de las prietas, las espumaderas iban realizando la función de recoger las tripas reventadas, los olores inundaban un ambiente de regocijo, especialmente de los viejos, que ya al mediodía mostraban el efecto de los picotones de vinacho. Los niños ajenos al plato de adultos, corrían detrás de una pelota plástica o jugando a unas escondidas, patrocinadas por los mas pollones que ya miraban las primas. Aún se recuerda el manotazo que realizó don Luis, ya medio encañonado, del trintre colorado, el cual cayó sin remedio, al fondo del caldero, para el consomé de los menores.

Ya es domingo de misa y paseo por la plaza, la porción de prietas le ha llegado a don Pancho Segovia, quien, en una gran mesa agasaja a su familia. Doña Rosa utilizando la loza de cerámica andina, ya ha puesto el toque gourmet al puré con prietas, orégano, ajo fresco y pimienta negra molida. Don Gonza, va y viene con las historias, le pido que nos concentremos en la de las prietas, sin embargo, le hago prometer otras, que las dejó dando bote. El ambiente quedó en las calles de tierra, de Alto del Puerto y Paso Basaure, en las grandes familias del campo andino Calle Larguino, en los bramidos, balidos, graznidos, cacareos y en esa voz inconfundible, amable y disfónica del entrañable “don Gonza”.

 


 
 
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