Con solo ingresar unos segundos a TikTok, nos encontramos con videos e influencers que enumeran síntomas y ofrecen fórmulas para entender quiénes somos. “Si te distraes fácilmente, podrías tener TDAH”; “si te incomodan los ruidos, quizás estés dentro del Espectro Autista”. La lista sigue: ansiedad, depresión, TOC; el menú es amplio y la promesa también: ponerle nombre al malestar. En la era de lo inmediato, los diagnósticos parecen servirse a la carta.
Las redes sociales han hecho accesible un lenguaje psicológico que antes estaba reservado a los libros especializados. Esto tiene un aspecto positivo: se habla más del sufrimiento psíquico y, posiblemente, se contribuye a reducir estigmas. Sin embargo, la difusión masiva también produce un efecto paradójico: la ilusión de que basta reconocerse en una lista de síntomas para saber quién se es. Y confundir diagnóstico con identidad es un riesgo latente.
La psicoanalista argentina Gisela Untoiglich señala que cada época histórica construye sus propias clasificaciones sobre lo sano y lo enfermo y ofrece un menú limitado de categorías en las cuales incluirse. Hoy, buena parte de ese menú está hecho de siglas: TEA, TLP, entre otras, provenientes en su mayoría de manuales de psiquiatría como el DSM. Si bien estos manuales brindan cierta orientación, no logran contener la diversidad de las subjetividades, historias y culturas de cada persona. El sufrimiento humano no cabe en un acrónimo.
Aquí la diferencia entre etiquetar y diagnosticar se vuelve crucial. Etiquetar es asignar un nombre rápido, muchas veces por fuera de cualquier vínculo. Diagnosticar, en cambio, es un proceso. Un diagnóstico no se entrega; se construye en el tiempo del encuentro terapéutico y debe orientarse al bienestar de la persona. Supone escuchar al otro, sus vínculos, sus recursos y sus heridas. No se trata solo de verificar criterios, sino de intentar comprender qué lugar y qué sentido tiene ese malestar en la vida de esa persona.
Diagnosticar es una práctica profesional compleja que se sostiene en una ética que resguarde la singularidad del sujeto. A la vez, nos convoca a considerar las diferencias sociales, económicas, geográficas y políticas, las cuales imprimen marcas únicas en los devenires, posibilidades y limitaciones de los individuos (Ferreira dos Santos, 2021).
En este contexto, los autodiagnósticos han proliferado; esto puede pensarse también como una pregunta por el ser: ¿quién soy?, ¿qué me pasa? Encontrar un nombre para el dolor puede generar alivio, pero también puede fijar una respuesta allí donde podría haber una pregunta.
Cuando el diagnóstico (o la etiqueta) se transforma en identidad —“soy TDAH”, “soy TEA”— se corre el riesgo de reducir a la persona a aquello que cree tener y lo que era una herramienta para comprender se transforma en destino. Por lo tanto, y volviendo a Untoiglich, diremos, como en su libro, que los diagnósticos se escriben con lápiz para hacer presente que estos pueden ser revisados y reescritos. Que no son marcas inamovibles, sino hipótesis flexibles al servicio del sujeto, y no al revés.
Tal vez se trate justamente de eso: usar los diagnósticos para abrir caminos y no para cerrarlos. Y, en lugar de apresurarnos a preguntar “¿cuál es tu diagnóstico?”, animarnos a sostener otra pregunta, una que ninguna sigla puede responder: ¿quién eres, más allá de eso que te dijeron que tienes?
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