Chile se está quedando sin niños. La tasa de fecundidad cayó a 1,16 hijos por mujer, una de las más bajas de América Latina (OCDE, 2024). Somos un país que envejece en silencio, con escuelas que cierran cursos y patios que se ensanchan no por diseño, sino por ausencia. Sin embargo, mientras las cunas se vacían, las aulas comienzan a llenarse de nuevos acentos: voces de niños y niñas que llegaron desde Venezuela, Haití, Perú o Colombia. La migración latinoamericana ha traído a las escuelas públicas un aire nuevo, pero también un desafío inédito: el de educar en la diversidad.
Según el Ministerio de Educación (2025), más de 190.000 estudiantes extranjeros cursan hoy estudios en el sistema escolar chileno, concentrados sobre todo en establecimientos municipales. Allí donde los nacimientos disminuyen, la migración sostiene la matrícula y mantiene con vida escuelas que, sin ellos, habrían cerrado sus puertas. La paradoja es clara: mientras los hijos biológicos del país escasean, los hijos del continente llenan nuestras aulas y reaniman la educación pública.
La UNESCO (2023) recuerda que “la diversidad cultural es una oportunidad para reinventar la convivencia”. Pero en Chile esa oportunidad choca con un sistema debilitado: directores que gestionan sin recursos, docentes que no han sido formados en interculturalidad, y familias que —al sentirse desatendidas— migran hacia la educación subvencionada o hacia la desescolarización. Así, la educación pública se ha transformado en el punto de convergencia entre la baja natalidad y la migración, pero sin una política que comprenda esa tensión como parte del nuevo rostro del país.
No se trata de números ni de fronteras, sino de futuro. Si la escuela pública se pensó para un Chile homogéneo y creciente, hoy debe reconstruirse para un Chile plural y en decrecimiento. La Política Nacional para Estudiantes Extranjeros (2018-2022) fue un primer intento, pero su aplicación sigue siendo desigual. No basta con abrir matrículas; hay que abrir horizontes, diseñar apoyos lingüísticos, recursos diferenciados y formación docente que permitan convertir la diversidad en oportunidad.
El problema no es la llegada de los migrantes latinoamericanos, sino la falta de un Estado que reconozca su presencia como parte estructural del sistema. Porque mientras las escuelas públicas acogen la nueva América que camina por nuestras calles, el país político parece mirar hacia otro lado.
Hoy, cuando Chile se prepara para una nueva elección presidencial, los programas de gobierno repiten el mismo mantra: “mejorar la calidad de la educación pública”. Pero ninguno menciona la interculturalidad, la migración o la baja natalidad como ejes estratégicos para esa calidad. ¿Cómo podemos hablar de calidad sin reconocer quiénes habitan hoy nuestras aulas? ¿Cómo sostener una educación pública fuerte si no la pensamos desde la diversidad real que la compone?
Quizás ha llegado la hora de mirar el país desde la pizarra. Porque en esos acentos nuevos, en esos niños que nos recuerdan que el futuro también llega de otros lugares, se juega el destino de la educación pública chilena. Si queremos mantenerla viva, habrá que entender que su calidad no se mide solo en resultados, sino en su capacidad de abrazar a todos los que llaman a sus puertas.
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