El 12 de octubre de 1492 marcó el inicio de nuevas relaciones entre grupos humanos muy distintos que, hasta entonces, permanecían aislados.
En el debate, siempre esta fecha invita a reflexiones diversas, por lo que en estas líneas me propongo compartir lo que aquel acontecimiento significó históricamente. Si para unos fue un “encuentro”, para otros se trató más bien de un “encubrimiento”. Dos visiones que, pese a todo, siguen habitando en nuestras memorias.
En aquel primer contacto, la ausencia de reconocimiento igualitario hacia los taínos del Caribe delineó las relaciones entre los pueblos de Europa y los originarios de América. Cristóbal Colón los describió como obedientes y susceptibles de ser educados, siempre desde la mirada de superioridad que caracterizó a la época moderna, amparada en la imposibilidad de traducir su lengua y comprender al otro.
Más tarde, el debate de Valladolid entre Juan Ginés de Sepúlveda y fray Bartolomé de Las Casas (1550-1551), reverbera aquella tensión. Mientras que Sepúlveda defendía la guerra justa, Las Casas reivindicaba la racionalidad y dignidad indígena.
El llamado “encuentro de dos mundos” trae al presente estos conflictos no resueltos, inscritos en la historia y en los cuerpos. El mestizaje es probablemente la principal consecuencia, lo que se hace patente cuando gran parte de nuestra población es mestiza o porta alguna herencia indígenas/afro y europea.
La historia forjó una identidad dividida. Hoy seguimos sin saber si somos lo uno o lo otro, y los conflictos con los pueblos indígenas son también rencillas internas que, lejos de quedar relegadas a las instituciones, habitan también en nuestro interior. Esa reconciliación aún pendiente exige reparar, reconocer y hacer justicia desde la memoria. Una justicia que, al fin y al cabo, nos la debemos a nosotros mismos.
Reconocer implica mirar de frente a nuestro propio colonizador, pero también al indígena que llevamos dentro. Supone abrirnos a otras formas de pensar y de entender el mundo, a ontologías que atraviesan la educación, la salud, los territorios, la vida y la naturaleza. No es un camino sencillo, pero sí ineludible. Requiere asumir nuestra historia y escuchar lo que los pueblos originarios han querido transmitirnos durante siglos.
Como enseña la filosofía intercultural, acompañar las demandas de justicia y diversidad no puede quedarse en el mero discurso. Debe traducirse en prácticas que reconozcan la pluralidad de saberes y propicien intercambios genuinos entre culturas. No basta con traducir, sino que es preciso reconocer en profundidad las múltiples formas de habitar el mundo, pues solo así podremos dejar de repetir el pasado.
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