Cada año, el 11 de septiembre nos enfrenta a una herida abierta en la historia de Chile. Ese día de 1973 se quebró, de manera abrupta y dolorosa, la institucionalidad democrática que, con dificultades y tensiones, había sido construida durante décadas. El golpe de Estado no fue un hecho aislado ni un episodio más en la vida política: fue la ruptura del pacto democrático que sostenía la convivencia nacional, y sus consecuencias marcaron profundamente a nuestra sociedad.
El quiebre institucional trajo consigo la disolución del Congreso, la intervención en el Poder Judicial, la persecución de partidos políticos, la censura a la prensa, y, lo más doloroso, la violación sistemática de los derechos humanos. Miles de personas fueron ejecutadas, detenidas, torturadas o hechas desaparecer. Las familias de esas víctimas siguen buscando verdad, justicia y reparación. El golpe no solo destruyó vidas individuales, sino que también fracturó el tejido social y dejó cicatrices que aún acompañan nuestra democracia.
A cincuenta y dos años de esos hechos, el deber que tenemos como sociedad no es únicamente recordar, sino también aprender. Recordar nos protege de repetir los errores del pasado. Aprender nos exige cuidar la democracia con un compromiso activo y constante. La democracia no es solo votar cada cierto tiempo: es un modo de vida que se sostiene en el respeto irrestricto a las instituciones, en la vigencia plena del Estado de Derecho y en la capacidad de resolver nuestras diferencias a través del diálogo y no de la imposición.
Por ello, es fundamental reforzar la cultura democrática. Esto significa educar en la tolerancia, en el respeto a las opiniones distintas, en la importancia de instituciones fuertes e independientes, y en la centralidad de los derechos humanos como un límite inquebrantable frente a cualquier poder. La democracia no se agota en el marco institucional: necesita también de una ciudadanía vigilante, activa y consciente de que sus derechos dependen, en gran medida, de su propio compromiso con la convivencia pacífica.
El 11 de septiembre debe ser, entonces, un llamado a la reflexión colectiva. No se trata solo de mirar hacia atrás con tristeza, sino de proyectar hacia el futuro una sociedad que no repita los errores de antaño. “Nunca más” no es un eslogan vacío: es un compromiso ético y político que nos obliga a todos y todas. Nunca más un golpe de Estado, nunca más la persecución del diferente, nunca más la negación del diálogo.
Chile tiene hoy la oportunidad de honrar su memoria y, al mismo tiempo, fortalecer su democracia. Ello exige cuidar nuestras instituciones, respetar los procesos democráticos, y rechazar con firmeza cualquier forma de negacionismo que intente relativizar lo ocurrido. Solo de esa manera el dolor del pasado se convierte en aprendizaje, y la memoria en un pilar de futuro.
Cuidar la democracia es un acto de responsabilidad histórica. Es, también, el mejor homenaje que podemos rendir a quienes perdieron su vida, su libertad o sus sueños aquel 11 de septiembre.
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