¿Qué hace el amaranto en estas tierras tan lejanas de su origen? Ahí recuerdo “que la vida es un pañuelo”, como se dice en el campo. Si bien aún no me encuentro con él, las noticias agronómicas así lo señalan y, en cada una de ellas, aparece una académica, con la que necesariamente debo contactarme si quiero saber la historia del cultivo en Chile, y debo decir, que sus títulos me intimidan.
Las dudas son muchas, ya que si bien su grano se domesticó hace más de cuatro mil años, desconozco los antecedentes de la manera en que se introdujo en Chile.
Antes de solicitar entrevista con la doctora Cecilia Baguinsky, me interno en la cultura mesoamericana, cuando los granos de amaranto se utilizaban en cultivos asociados a otras especies como maíz, frijol y calabazas.
Era un producto considerado sagrado por resistir las sequías, proporcionar vigor a sus guerreros y ser instrumento de trueque. Los conquistadores observaron que los aborígenes molían el grano de amaranto, lo mezclaban con miel de maguey, lo amasaban y realizaban figuras de sus dioses, de nombres, tan difíciles de pronunciar, que prefiero obviarlos. Al consumir ese pan, lo hacían con extrema reverencia, pues sacralizaban la especie. En su irrespeto por la cultura ancestral, los conquistadores prohibieron su consumo y cultivo, hasta causar prácticamente la extinción.
Necesito saber sobre la llegada del cultivo a Chile, de su domesticación a nuestros suelos, nombres y lugares de los agricultores, riesgos, bondades, en fin, conocer la impronta de la investigadora, saber también de sus raíces y la razón por la que se involucró con el amaranto. El Email no se hace esperar, la noto un tanto lejana, igual que la distancia con México, donde se hallaba en una conferencia por el mismo motivo.
Me indica algunos paper, como queriendo cumplir con una entrevista a distancia. Le hago saber que no necesito eso, la idea es conocer lo real, su oficina, su carrera, los potreros de ensayo, empaparme del olor, color y textura de ese cultivo tan especial, que llevó a los aztecas a relacionarlo con el sol, por su rojizo tono.
En una segunda instancia la noté más cercana. Un día muy gris de mayo nos juntamos en su oficina de la Facultad de Ciencias Agrarias y Forestales de la Universidad de Chile. Un par de leves golpes en el vidrio de la puerta bastó para escuchar un tono de voz segura, que invitaba a pasar. Era igual a la foto, de amabilidad extrema, demostrando esa sencillez de las personas que saben.
La media hora comprometida para la entrevista se transformó en dos horas de conversación, específicamente cuando llegamos a los ensayos en la zona de Alhué, querida tierra de la zona central, que comulgaba muy bien con el cultivo, no sólo por los parámetros agronómicos, sino que de manera particular con el tema atávico. No es menor la relación entre la zona de origen y mayor presencia del cultivo, como es Puebla y Tlaxcala con Alhué, las costumbres, fiestas ancestrales como las religiosas donde destacan el día de los muertos y por acá la de Purísima. Me explica que, en un trabajo multidisciplinario de seis años, en los suelos de Alhué o “alma de los muertos”, se trabajó buscando una “alternativa productiva, nutritiva y resiliente al cambio climático “.
Los paños de los potreros estaban seleccionados, los puñados de semillas analizados y autorizados por el SAG, las mediciones debían ser exactas, las repeticiones acordes a los análisis estadísticos y los agricultores, perfectamente entrenados. La doctora sonríe al describir a Adela Flores, campesina de Alhué, pues de verdad que ella fue la verdadera especialista de labores y desarrollo del cultivo, como si lo conociera desde pequeña o lo hubiere traído en la sangre, de manera ancestral. En plena época de Covid 19, las araduras no se hicieron esperar, eran importantes para la cosecha de agua, unas rastreaduras con sacrificio y esmero, al ojo del amo, en este caso de Adela, y las fotos de cada proceso, que sagradamente llegaban a ese pupitre del “ama del amaranto”.
La investigadora va y viene en la historia, que se inició en 2016 con sus viajes a México a conocer el cultivo insitu, apoyada por el FIA (Instituto de Innovación Agraria), y el AGCID (Agencia chilena de cooperación Internacional para el desarrollo), en el interés de los propios expertos mexicanos, de tal manera que iniciaron un acompañamiento en terreno de nuestro país. No sólo eso, se organizó una gira de pequeños agricultores chilenos al país del norte y ya nada podía detener la experiencia.
Fue así, como se comenzó a hablar del cultivo en los campos chilenos, siento la emoción en esas cuatro paredes, observo una foto que retrata ese mismo ambiente, al fundirse ambas banderas, en medio del cultivo, mientras las espigas doradas a rojizas cumplían el estado fenológico, como llamando a la miel de maguey para agradecer a los dioses, esos de nombres difíciles que nunca aprendí.
Ya ha pasado el nerviosismo frente a mi entrevistada, los títulos de ingeniera agrónomo, magister en ciencias y doctora en biotecnología, han quedado en las paredes y libros sobre el escritorio. Sus caminos en México han llevado la charla, no sólo a las bondades nutricionales del amaranto, también al humo de la cocina ancestral, con recetas de semillas reventadas y tostadas al calor del comal (superficie de barro), en tortillas, atoles o pulque. Remotos lugares, fríos y secos, sostuvieron el cultivo en México, escapando a los credos foráneos, haciéndose más fuerte y resiliente, como sabiendo que quince potreros muy lejanos, de Alhué, algún día les prestarían abrigo, junto a Cecilia del Carmen, el “ama del amaranthus”.
Nota… Agradezco a la doctora Baguinsky, mejor dicho, a Cecilia del Carmen, quien me confiesa con una veta importante de humor, que cuando presentó esta investigación, inicio su discurso, con la siguiente frase: “No vengo a vender, vengo a regalar”, y es una gran verdad, pues con profesionalismo, esmero y cariño ha enriquecido el patrimonio agrícola de nuestros campos.
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