Era uno de esos aguaceros fulminantes, los goterones se levantaban en un duro sendero que conducía al corral de las vacas. Las ramas del añoso eucaliptus colorado cimbreaban y producían unos lamentos inquietantes, que, hacían exclamar a la abuelita Charo un “acabo de mundo”. Una y otra vez observaba ese grueso tronco, como buscando una difuminada figura que le parecía observar. La verdad no podía ser cierto, las labores del campo estaban suspendidas y su hijo Juan Ignacio había vuelto temprano de las casas del fundo. Mas la inquietud seguía rondando, especialmente luego de un claro que dejaban dos continuos relámpagos.
Todos miraban, pero nadie veía lo que la abuelita Charo indicaba, hasta que definitivamente ordena muy segura de sí misma, ir a buscar al hombre que descansa detrás del eucaliptus y traerlo a tomar una sopa caliente. Corrían los años cincuenta, en plena hacienda, dónde era común que caminantes llegaran a los fundos, en busca de techo, comida y trabajo. Una época de crisis laboral, de mucha desigualdad, pero de campesinos acogedores, dispuestos a compartir productos de frescas despensas, techos con tejas pintadas con musgos, causeo de queso de vaca y graneros de totoras.
Los caminos de la vida, suelen dar vueltas muy largas, quizás demasiado, pero no por eso las dejamos de esperar. El sábado recién pasado, uno de esos giros nos hizo encontrarnos con Rosario, nieta de la abuelita Charo y fue una tarde sin desperdicios, hablando de lo humano y lo divino de aquella época, cuando los grillos de la oración musitaban en corredores, los espantapájaros correteaban a los tordos y las lechuzas nos hacían callar con ululatos. El tema de los caminantes siempre me llamó mucho la atención, y después de ese encuentro podemos escribir una sorprendente vivencia con don Neftalí, uno de esos tantos personajes.
La matriarca vivía en una casona colonial de adobe de gran corredor, con techo de tejas, sostenido en tres pilares centrales, tres puertas, banco carpintero, plantas en maceteros colgantes y un talud que miraba al huerto, comunicado con una escalera de obra con tres peldaños. Vistiendo permanentemente de riguroso negro, carácter severo pero sereno y de gran corazón, no dudó un instante en recibir al andariego, quien extenuado descansaba junto al tronco, tan solo llevando un saco blanco con un mínimo de pertenencias materiales, pero abundantes ilusiones y experiencias. Neftalí Yáñez Rivera desde los pagos del sur, de físico menudo, pelo cobrizo y llamativos ojos celestes.
Cansado de rondar la estación central de la capital, se embarcó a la costa, mirando un posible destino, a través de una pequeña ventana del micro, cómo esperando un indicio que le anunciara donde aventurar futuras huellas. Talagante, Melipilla, Cuncumen pasaban por su vista y mente, hasta divisar un gran cristo, en la entrada del fundo La Marquesa. Algo le decía que ahí era y caminó 8 kilómetros de maicillo, bajo la inclemente lluvia, hasta llegar a la hacienda Las Palmas. Ramón, uno de los hijos de la abuelita Charo fue el encargado de invitar a Neftalí, aquel forastero que sin saber iniciaba un hogar, tal vez dispuesto por aquel flaco de la cruz.
Don Talí, como fue bautizado en su nuevo refugio, no salía del asombro respecto a su acogida, cuando ya se encontraba descansando en una cómoda cama de campaña en una gran despensa. Poco a poco fue realizando las tareas que don Juan Ignacio le encomendaba, más las que a él se le ocurrían. El campo no descansaba y al alba amarraba las vacas para que doña Herminia las lechara, los corrales siempre necesitaban una manito de gato, el reemplazo de postes del potrero, para que no sea arrancarán las ovejas, era cosa cotidiana. Avanzaba la temporada y unas manos en la esquila de las ovejas del fundo no estaban nunca de más.
En la década del sesenta, siendo muy niño, conocí a don Talí, para mí era un personaje habitual, de cabello muy blanco y sus ya mentados ojos azules, un gringo venido de otras latitudes, de cultura superior y modales de caballero de la edad media, sin saber que apenas firmaba, condición habitual de los campesinos de la época. Una voz ronca, muchas veces inentendible, pero siempre muy amable y respetuosa. Una radio a pilas con una cartuchera de cuero café con orificios, solía acompañarlo sobre el banco carpintero, lo mismo que largas charlas con don José Garrido, un maestro del mueble, hijo de la abuelita Charo. Si bien sabía que no era de la familia, nunca me pregunté su origen, simplemente pertenecía al lugar.
Lo de los caminantes, forasteros o “frasteros”, fue un verdadero movimiento durante la primera mitad de siglo XX, y algo de la segunda, donde los campesinos tomaban sus linyeras (atado donde el vagabundo guarda sus pequeñas pertenencias), y aventuraban desconocidos caminos en busca de trabajos y nuevos destinos. La valentía de esos hombres, las ganas de superar la crisis económica eran realmente encomiable, especialmente los que siguieron intentando en las labores de campo, un fuerte ADN de tierra, cultivos, ganado, carretas, cosechas y cielos sin medida. Sin saber donde les pillaría la noche, no había vuelta atrás.
Rosario recuerda con nostalgia cuando don Talí, al desayuno, llevaba la pava hervida desde la cocina del humo, hasta el comedor de la casa, cómo los esperaba con juguetonas brasas cuando toda la familia salía a la cancha los domingos, y recibiendo su ropa impecablemente planchada por su madre Herminia. Yo lo veo con un paño de saco blanco sobre su cabeza, en un coloso del fundo camino a las faenas, también de impecable traje gris y sombrero de ala corta destino a San Antonio. Un día de abril el administrador del fundo Las Palmas, don Mario Ruiz Tagle, después de mucho trabajo de búsqueda, le anuncia que encontró en Santiago a su única hermana Ester Yáñez Rivera, quien tenía una familia con cinco hijos.
Con lágrimas bajando por las mejillas le pidió, como un hijo, autorización a don Juan Ignacio para irse a vivir con la familia y disfrutar de compañía filial sus últimos años. Rosario enjuaga los ojos al recodar que su padre con mucho cariño le da una bendición, haciendo hincapié que nunca olvide regresar y visitarlos. Sagradamente volvía, se bajaba en el cristo de La Marquesa, llegando a Las Palmas se sentaba en el tronco del eucaliptus colorado y agradecía a doña Rosario Rojas, la abuelita Charo, una leyenda de la antigua hacienda.
Nota. – Don Neftalí Yáñez Rivera se fue de este mundo un verano del año 1984. Agradezco a Rosario Garrido, nieta de la mítica abuelita Charo, por recordar al forastero de carne, hueso y alma, de los inolvidables campos del 1900.
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