Sabado, 19 de Abril de 2025  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural… Los ponchos del Gancho Ahumada

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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Muy difícil sería que tratáramos de concordar sobre alguna característica de los huasos. Algunas personas podrían inclinarse por el andar de su caballo, ese que lo acompaña desde el arreglo, o por la postura del jinete en el trote, cuando no sabe bien por donde va a aparecer el animal en el monte.

La verdad, son innumerables y todas muy válidas. En este caso me llamó la atención lo cuidadoso de la conversación, cuando Alfonso se refiere a los tipos de ponchos que tiene, donde los adquirió, los años que tienen, el tipo de tejido, el lugar de origen o clase de lana y telar. Sabe cuándo y en qué ocasión se los prestó a algún amigo…algo especial tiene el tema.

Curiosamente no son sus aperos, zapatos, estribos ni espuelas. Son los ponchos los que lo hacen sentirse huaso, le dan seguridad, comodidad y protección cuando el viento raco baja desde el este, cálido y seco, en las mañanas de invierno.

La mirada va rauda a las tejedoras mapuches, a los hilados de ovejas negras y merinos, que pastan en los potrerillos cercanos. Sin embargo, el viaje original, recurre a los ancestros nortinos, cuando las prendas unkus eran el símbolo de estatus social en la cultura inca. Tejidos de fibras de camélidos con iconografía de plantas y animales, como lo describen estudios de la Universidad Nacional de San Antonio de Abad del Cusco.

Su pingo Antojo, viene de la antigua sangre del criadero Huelequén, cuyos potros originales eran los mentados Quebrado, Gañancito, Madrigal y Rascucho. Alfonso Ahumada es un estudioso de las líneas de sangre, como todo huaso que se precie de tal, y orgulloso lo presenta, con unas vueltas, girando a ambos lados. Hasta el momento me deja en vilo con varias consultas, pero debo respetar sus tiempos, especialmente si junto al hijo Cholín cabalgan unos potreros de San Miguel, haciendo el calentamiento previo, como cualquier atleta que prepara su físico para mantenerse y competir. Si bien no entiendo todas sus frases, basta verlo conducir esas riendas para comprender el cuadro costumbrista en el picadero de don Manuel Ramírez.

Una amenazante tarde de junio de la temporada pasada, Alfonso estaba convaleciente aún de un accidente campero. Su caballo no se afirmó en un sendero del cerro, al interior de Los Rosales, y se dio vuelta, sus costillas fracturadas lo dejaban fuera de combate por un tiempo. Francisco Duvauchelle y Adolfo Arriola, sus colegas le solicitaban, mediante un mensaje, que los auxiliara en el cerro La Virgen, pues una de sus bicicletas estaba inutilizada. El cabestrillo, no fue impedimento, para acudir al llamado, lo que me llamó mucho la atención, al ver las fotografías de la acción, es que lo único que llevó, para el frío, fueron un par de sus queridos ponchos, para abrigar a sus amigos.

Trato de escudriñar el origen de sus prendas y se va a la historia del más querido, cuando recorriendo los pagos de Uspallata, se encuentra con un paisano chileno, oriundo de los alrededores de Temuco, la abrigadora lana de oveja, las exactas paralelas blancas en fondo carmelita de su poncho le llamaron tanto la atención, que la conversación la llevo a inquirir los mayores detalles del ropón. Ismael, como buen hombre de campo, ponderó sin reparos la prenda, siendo muy transparente al reconocer que la sacó en sus tierras, en un remate de segunda mano. Las tejedoras de Loncoche eran las responsables, esos hilos de lana gruesa de cordero, que siempre guardan un dejo de aroma a suarda. Alfonso se guardó el precio, pero lo importante es que se quedó como tercer dueño del apreciado ropaje.

También suele nombrar el uso para el diario, otra calidad, otra mirada, pero no por eso menos cuidado. Una artesana de La Ligua ha sido su casera, y un par de ponchos de fibra industrial, componen la colección. El “por si se ofrece”, me recuerda el lenguaje del pasado, donde siempre había preocupación por guardar todo tipo de cosas que finalmente nunca se ocupaban. No olvida al chico Aguilera, quién vendía en el pasado, artículos y aperos de huaso en el barrio Centenario de Los Andes. Un poncho de lana de oveja con motivos mapuches, que adornan la parte delantera, es lo que guarda de ese icónico lugar.

Recuerdo que de niño veía durante los duros inviernos de los años sesenta, una imagen imborrable: Era el tío Ramón que se acercaba por los caminos arcillosos en su chúcaro caballo colorado, difumada su silueta bajo la lluvia con una negra manta de Castilla. Le consulto, con algo de impaciencia, por esa prenda ancestral. Abre bien los ojos y me comenta que uno de sus sueños es encontrarla, pero debe ser, tal como a él le gusta, con historia y misterio. Me lo dijo con tanta determinación, que no dudo que la encontrará, tal cual era: negra de cuello alto, protectora del frío, viento, nieve y lluvia, confeccionadas en la antigua industria Bellavista Tomé, con lana de oveja Lincoln mezclada en partes iguales con lana de llama, haciéndola duradera e impermeable.

Ha comenzado la temporada del poncho. Cambió la hora y llegó el invierno. Las mañanas de rocío, se hacen normales y las cabalgatas de fin de semana hacen que Alfonso mire ese baúl, que contiene esa gruesas prendas, del uso diario o mayor gala. El sombrero de paño café y la bufanda de lana de oveja sureña complementan una performance de elegancia, que dejan chico al actor de La Querencia. Lo dejo comprometido con la búsqueda de la manta de castilla, esa que, en los caminos andinos, con lluvia torrencial, convertirán su figura en la imagen de transición de mediados del siglo XX, entre el terrateniente enigmático y el nuevo hombre de a caballo.

Agradezco a Alfonso Ahumada Pulgar, por introducirnos en los caminos ocultos del poncho, muchas veces con desconexión profunda y utilizando un lenguaje acampado, nos dice que las costumbres de los huasos se traspasan como la escritura, “al tranco, topeando y finalmente arreando con ligereza”.

 


 
 
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