El tiempo llega, tiene sus límites y fronteras, los caminos se van estrechando, aunque no nos demos cuenta, algunas metas se van concretando, mas otras van brotando y lo interesante del tema es que al parecer es sólo uno el que va decidiendo hasta donde llegar. Inconscientemente los “Seis con cinco”, ya están haciéndose carne en el entorno que, sin preguntar, se esmeran en hacértelo notar, de ninguna manera de mala forma, pero ya han decidido que debe ser inolvidable. Las leyes también han decretado, que debes detener tus ímpetus y te otorga el derecho a decidir qué hacer de ahora en adelante.
El 29 de marzo es el día de recordar a Emma y a Sergio, quienes en tiempos más difíciles que los actuales, con reglas estrictas y definidas, decidieron hacer cómplice al cura del pueblo de Melipilla y que bendijera una linda pareja, en contra de la autorización de sus padres. Esa impronta de doña Emma la siguió transmitiendo durante toda su vida. Una valentía de ambos que no puede más que reconocerse. Especialmente lo hago notar ahora, al traspasar la valla de los “Seis con cinco”. Melipilla y Las Palmas, me enseñaron cómo es la pasión por las costumbres rurales, esa que no impregnan los libros.
Andrea, mi compañera de juventud y de vida, esta vez no decidió por ella, se alejó de las playas y el buen clima, buscó un rincón huaso, acampado, con tejas, adobes y corredores con manto de eva. El valle de Santa Cruz, era el destino, y una nublada mañana en Los Andes del sábado recién pasado nos despedía a las tierras colchagüinas. Un poncho de media temporada me acompañaba con el íntimo deseo de subir en un caballo maestro, de esos famosos corraleros. Tres horas exactas nos llevaron al destino. Un fin de semana lleno de actividades ligadas a la tierra, estaban cada vez más próximas, los “Seis con cinco” ya estaban en paso ligero.
El lugar era muy bueno, nada que decir, se rajó la profe. Un valet me quitó las llaves del auto, y me dejé querer en un cómodo sofá, mientras se hacía el checkin. Estábamos próximo a salir al tour de la viña Santa Cruz, pero algo incomodaba a la organizadora del viaje, me dijo que estaba atrasado el bus, al ver mi cara de pregunta. Los corredores con gruesos pilares, ruedas de carreta empotradas en las paredes, arados y yugos, además de las salas con artículos de la zona, se devoraban el tiempo, las inquietudes y cualquier otro desperfecto. Un chofer de perfecto pantalón gris y camisa blanca, a la usanza de los años 60, caminaba tranquilo, esperando una orden, de no sé quién. Al fin, estaba el vehículo listo, esperando partir a la viña, distante a 26 km.
Me subo con entusiasmo, al tercer asiento elegido por Andrea. No terminaba de acomodarme, cuando levanto la mirada, mi amigo Pedro sonreía camino al interior, no podía ser, algo extraño estaba ocurriendo, especialmente porque su esposa María Elena reía detrás. No sólo eran ellos, Elsita y Carlos, otros amigos entrañables, se agregaban a la celebración, respiré profundo y miré a mi compañera, quien asentía con su cabeza, otra de sus travesuras. La verdad un largo abrazo, no era suficiente, el acelerado mundo en que vivimos, muchas veces no nos da la oportunidad, de demostrar una verdadera amistad, por eso un nudo en la garganta fluyó de inmediato.
El valle de Colchagua mostraba sus viñas, estepas de espinos, cultivos de maíz, frutales y ganado, como el que se conoció en los pasados tiempos andinos. Pedro miraba el mapa y contaba que sus bisabuelos eran de la zona de Nancagua, su imaginación iba a los tiempos idos, que nos explican de vez en cuando, de donde venimos. La viña Santa Cruz, nos mostraba un museo con lejanos lagares, esos que sin duda conoció la familia Sottolichio en las tierras de Curicó, cuando mi amigo Carlos, apenas se despegaba de las pretinas de sus padres. Elsita y María Elena reían con la colección de motos exhibida, pero que pertenecen a Coco Legrand, quien bautizó dos de sus modelos como Cecilia Bolocco y Pamela Díaz, entre todos buscamos la famosa Gladys Marín, pero no fue habida.
El restaurante “Los varietales“ nos esperaba en el hotel. Extrañamente una mesa estaba reservada a nombre de Claudia Espinoza, rápidamente Andrea, se apodero del sitio, no sin antes decirle que no estaba a nombre nuestro. Apenas aparecía la carta, se presentaban Claudia y Jaime, queridos amigos santiaguinos, la verdad ya estaba entregado, sorpresas iban y venían. Jaime, ingeniero y doctorado, experto en I.A., mas creo que no podría haber organizado una reunión tan ingeniosamente perfecta. Traté de permanecer en silencio durante el almuerzo, estaba abrumado, miraba los rostros animados de los amigos, los ojos oscuros y brillantes de Andrea, definitivamente los “Seis con Cinco”, estaban siendo únicos.
A las 18 hrs, seguía la cita, esta vez con Luz, la sommelier de la viña, quien con simpatía y entretenidos conocimientos nos trataba de introducir a los reserva y gran reserva, obviando en todo momento los “cartonier”. Cuatro botellas de vino, un blanco, otro rose y dos tintos, ensamblaje de Carmenere y Cabernet, más un Malbec, eran diestramente abiertos, uno a uno, enseñando aromas, sabores, las llamadas piernas y exquisitos quesos, para maridaje. Más tarde casino, club 21, artistas y bailes, hacían culminar una jornada de ensueño.
Me quedo con ese desayuno colchagüino de domingo, el abrazo de los amigos, la mirada cómplice de los ojos negros, el caballo maestro que espera una próxima oportunidad y un regreso tranquilo con manos y almas compartidas.
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