Sabado, 7 de Septiembre de 2024  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural… Nicol y sus manos entumidas

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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Fui testigo del ocaso de las haciendas en la década del sesenta, algo necesario para el desarrollo y así llegaron nuevos tiempos. Pero debo reconocer que un dejo de romanticismo quedó en mí, en situaciones que pensé completamente olvidadas. Ya ha pasado el río atmosférico, como lo llaman hoy en día, y comenzaron las heladas, un frío que desafía tardes de mates, picarones, braseros extintos, pero, sobre todo, conversaciones que inevitablemente llevan al pasado. Nicol, joven osornina afincada desde hace un tiempo en Los Andes, abre los fuegos y sorprende, ríe y llama la atención, hasta callando se escucha.

Debo confesar que en cada relato siempre está la semilla de una niñez feliz en los paisajes campesinos de la zona central, en sus cerros y quebradas, familiares, amigos, chocos y perdices sorprendentes. Puedo estar horas conversando con esos coetáneos que vivieron esa época, es más, disfruto mucho de los comentarios de Charito o hermanas que después de cada crónica, enriquecen el relato e inspiran a descubrir nuevas historias. Esta es la razón de lo sorprendente de Nicol, que, aunque siendo ella muy joven, también me lleva a los años pasados, y es que sus aventuras en la localidad de Futahuente, comuna de Río Bueno, a principios de los noventa, no dejan desperdicios.

Su padre Joel, ya montó un moro mañoso, esos del criadero Cuyaima de los Grob, tempranito el galopeo, ese que mejora la rienda, ablanda el hocico y se sienta en las traseras. Trinidad ya está amasando y vistiendo al mismo tiempo a Marcela y su pequeña hermana Nicol de solo 5 años. Don Juan, el profesor de la escuela rural, ya tiene todo preparado para la llegada de los caminantes, a pesar que aún no se divisan, una loma arbolada los esconde por un buen rato. Los pantalones de lana de las hermanitas Vargas, tejidos a palillo por su madre, ayudan con la helada, aunque los zapatos rotos de sus vecinos, los Téllez, aprietan el corazón y nos llevan a tiempos bastante remotos del campo en Chile.

Nicol hace una pausa con los Téllez, oriundos de la ruta de los pilcheros, explicando que ya son todos profesionales, algo que no veía por dónde. Pateaban piedras bajando al plan, gritaban sus bromas de niño al pasar a buscar a las Vargas y comían con repetición en las raciones escolares, aperrados e inteligentes, pasaron todas las cuestas. La pequeña de 5 años se acomodaba en el aula de don Juan, una mirada de oyente en la sala que albergaba desde primero a sexto básico, no por eso carecía de deberes, los que regularmente eran solicitados por el profesor, quien más de alguna vez recibía el cuaderno lanzado a su pupitre, en señal, de “ya los terminé”.

Inevitablemente su relato va al campo de los años cincuenta o sesenta, con la diferencia que en esos tiempos las escasas escuelas rurales dependían de las haciendas, mientras que en los noventa, el estado ya había podido llegar casi a todos los rincones. Sin embargo, el frío es el mismo, las caminatas continúan en lugares remotos y las salas comunes con varios cursos también. Para el frío los tejidos de lana, mas lo que me sorprendió fue la magia de doña Trinidad en los días de heladas, las pequeñas se alistaban a salir y recibían unos huevos duros recién sacados del agua caliente, para cada bolsillo de su polar, de modo que esas manos entumecidas lograran la temperatura, esa que solo dan las manos de mamá.

El galope no se detiene, las yeguas cruzadas hacen la era en el terreno arado, Joel va a la mano y la mulata demuestra el avance. El domingo viene el patrón y las potrancas ya están para su montura, ese imperdible paseo por las roblerías, con apero trenzado, espuelas cogote de gallo y trote alborotado. Las cazuelas corren de la mano de Trinidad, tiemblan las gallinas, churrascas asadas y la vainilla en leche nevada. Una torcedura de tobillo complica a Joel, pero nada que el componedor de Futahuente no pueda solucionar, sobado con agua caliente y jabón fue la receta. El domingo relinchan los pingos, las kolloncas escapan y ojo con la pequeña Nicol, nadie sabe con qué sorpresa pueda salir.

Recuerdo que Juan Hugo en el campo antiguo, no dejaba su honda ni en el recreo. Unos cocos de eucaliptus también servían de munición y ni los chincoles se salvaban. En ese raconto le consulto a Nicol por los recreos de los noventa, por allá en su pueblo de atávico nombre. Con una gran sonrisa dice que se comía los huevos duros, los del guatero de manos, además de correr y jugar con los inolvidables Téllez. Un hechizo balancín y escondidas en el granero cercano a la escuela los dejaban extenuados y con un adiós al pulcro planchado del delantal, a los zapatos lustrados y la cara bañada.

En Nicol veo la picardía, valentía y riendas firmes de Joel, la serenidad y decisión de Trinidad, la mano extendida de Marcela y unos ojos propios que recuerdan las chúcaras potrancas del Cuyaima.  Quien más que Nicol podía encontrarse con los huevos rotos y pegajosos en sus bolsillos, aquel día que le quedaron crudos a su madre, quien más que ella, podía elegir la ilusión de seguir un amor, de guiar a su hija Agustina y hacer una yunta perfecta. Sólo ella podía lidiar con los trintraros y tapando sus oídos con algodones, desechar malas vibras y encontrar el camino.


 
 
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