En pleno verano, cuando se intensifican las campañas de prevención de incendios forestales impulsadas por CONAF y otras instituciones, el país vuelve a estremecerse ante un hecho que interpela no solo a la justicia, sino también a la salud mental. La prisión preventiva decretada para un bombero acusado de provocar intencionalmente un incendio en la comuna de La Cruz, en la Región de Valparaíso, obliga a reflexionar más allá del daño material y ambiental: nos enfrenta a la compleja pregunta sobre las motivaciones psicológicas que pueden estar detrás de estos actos.
Es fundamental distinguir entre quien provoca un incendio y quien padece piromanía. En este último caso, no estamos ante un acto deliberado con fines económicos, ideológicos o de venganza, sino frente a un trastorno del control de impulsos, reconocido por los manuales diagnósticos en psiquiatría. El pirómano experimenta una tensión interna intensa, repentina e incontrolable, que solo logra aliviar encendiendo fuego. Para estas personas, el fuego no es un medio, sino un fin en sí mismo.
La piromanía se caracteriza por una fascinación persistente y desmedida por el fuego. Así como muchas personas se conmueven frente a un paisaje o un atardecer, el pirómano se deslumbra con las llamas. Tras iniciar un incendio, puede experimentar placer o alivio, no porque responda a una orden externa o a un conflicto específico, sino porque ha descargado impulsivamente una tensión que no logra regular.
Muy distinto es el caso de quienes incendian con planificación, motivados por rabia, conflictos personales, protestas o beneficios económicos. Allí hablamos de conductas antisociales deliberadas que, en algunos casos, presentan rasgos psicopáticos, donde existe conciencia del daño causado y ausencia de culpa. Confundir ambas realidades impide comprender el fenómeno y, sobre todo, prevenirlo.
La piromanía no se manifiesta de forma aislada. Suele haber antecedentes desde la infancia: juego reiterado con fósforos, fascinación persistente por el fuego, interés excesivo por noticias de incendios o la búsqueda de presenciar estos eventos como “espectáculo”. A ello pueden sumarse historias de negligencia, violencia, consumo de alcohol o drogas y problemas conductuales tempranos, aunque lo constante es el descontrol impulsivo.
No existen pruebas psicológicas que detecten con certeza a un pirómano. El diagnóstico requiere evaluaciones clínicas profundas, entrevistas especializadas y, en algunos casos, peritajes forenses complementarios. Desde una perspectiva preventiva, resulta clave identificar tempranamente patrones de desregulación emocional, conductas impulsivas y vínculos problemáticos con el fuego, especialmente en niños y adolescentes.
El caso recientemente conocido resulta aún más perturbador cuando involucra a alguien cuya función social es precisamente proteger la vida, el entorno y a la comunidad frente al fuego. Sin adelantar juicios ni diagnósticos que solo competen a la justicia y a la evaluación clínica especializada, este hecho obliga a revisar también los sistemas de selección, acompañamiento psicológico y supervisión en instituciones que operan en contextos de alto estrés y exposición permanente a situaciones críticas.
Educar, supervisar, intervenir oportunamente y fortalecer las redes familiares y comunitarias es una tarea urgente. La prevención de incendios no es solo una responsabilidad ambiental o penal, sino también un desafío de salud mental colectiva. Comprender estas señales puede marcar la diferencia entre la tragedia y la intervención a tiempo.
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