Cuando era pequeña, la Navidad se vivía distinto, y no sé si porque mi familia hacía que fuera así o mi imaginación desbordante cambiaba los escenarios. Era costumbre armar el arbolito el 8 de diciembre, yo creo que, porque es un día feriado y todos estaban en casa, los más religiosos irían a peregrinar a lo Vásquez, otros buscarían un lugar para escapar de la ciudad y salir del sistema, ese era mi caso, mientras todo era comprar regalos nosotros disfrutábamos bañándonos en un lago y tomando sol para volver como chocolito el lunes.
Generalmente ya estábamos en vacaciones, entonces no había preocupación de estudios o tareas, aunque eso realmente no fue nunca un impedimento para salir.
Pero, volvamos a la Navidad, esa semana se armaba el árbol. Era mi abuela la del rito, yo la observaba atentamente, pues todo tenía un orden. Primero el árbol, generalmente artificial, pocas veces fue natural, con ese maravilloso olorcito que dejaba la casa pasada. Se ordenaban las ramas para que quedara de revista, luego las luces que habían sido guardadas el año anterior milimétricamente enrolladas para que la punta quedara lista para comenzar ese viaje por alrededor del árbol que tenía que ser perfecto.
Las luces eran preciosas, unos farolillos de cerámica muy antiguos, que mi abuelo había comprado en Punta Arenas, de donde ellos venían y que todo era importado. Esas luces eran eternas, siempre estuvieron en casa, luego eran las pelotitas de colores, los adornos que habían sido recolectados a través de las temporadas y que mi Abu decía que todos los años había que comprar uno, ella sabía a qué año pertenecía cada lote. El punto final era la estrella, luego se prendía el arbolito y no se apagaba más, hasta el día 6 de enero para Reyes.
El pesebre se ponía sobre un mueble con todos los animales que tenían su posición exacta, los reyes magos tenían su lugar como en una mesa de protocolo, yo observaba todo esto con una contemplación mágica que años más tarde repetiría de la misma forma sin ser muy consciente, hasta hoy. Los típicos adornos que hacíamos mi hermana y yo en el colegio, no estaban permitidos, por poco prolijos, yo creo que por eso me empezaron a gustar las manualidades, yo aspiraba a que algo hecho por mí estuviera en ese árbol, con los años lo conseguí con el beneplácito de mi Abu, que era muy exigente.
Nunca se pusieron los regalos en el árbol antes de nochebuena, salvo el de los basureros y del cartero, que generalmente era un sobre muy adornado por mi mamá y un paquete de regalo hermoso con un pan de pascua o una botella de cola de mono.
En la mesa de comedor se ponía un mantel especial, casi almidonado y un centro de mesa muy lindo. Además, las típicas figuras que tenían su lugar y no otro, siempre había que mover los muebles del living para dar espacio a esta escenografía.
Mi mamá cocinaba mucho, bueno aún lo hace, por supuesto con mi abuela dando el instructivo, cola de mono que hacía con leche condensada, de chuparse los bigotes, el pan de pascua nunca fue su fuerte, pero las galletitas de miel y jengibre eran un clásico, no había cultura gourmet como hoy, entonces las pelolitas tipo mostacillas quedaban perfectas para decorar. Mi abuela iba sagradamente al café colonia a comprar la casita de galletas de miel y jengibre para mí, ahora esa tradición la continúo yo con mi mamá.
Misteriosamente había un sector de la casa que se clausuraba para nosotros, donde mi mamá llevaba papel de regalo, cinta y scotch. Aquel lugar nos generaba mucha curiosidad; con el tiempo supimos que era el cuartel de los duendes, donde estaban los regalos, más de una vez entramos con mi hermana a intrusear y vimos muchos juguetes, después jugábamos a adivinar para quien eran, esa barraca fue muy entretenida, enigmática y prohibida. Mi Papá no tenía mucha participación, era el juez, llegaba a casa y encontraba todo hermoso, lo que nosotras habíamos hecho era perfecto, sin importar que mi Abu arrugara la nariz.
La cena de noche buena era otro tango, compras especiales, el pavo que era el protagonista, el cual estaba horas en el horno y mi mamá al lado cuidando que no se secara. Mientras las niñitas jugaban en el patio, nos manguareábamos por horas, solo un año no salí al patio en esa época y había una sábana vieja tapando un gran bulto, ese fue el año de mi casita de muñecas, mi hermana era bebé y yo había sido destronada, entonces mi casita fue mi castillo. ¡Oh! que lo pasaba bien, fue en ese instante que mi mamá sospecho una posible locura, pues hablaba sola y por horas con mis muñecas.
Entonces llegaba el día, mi casa estaba llena de olores, sabores y colores, la mesa impecable, cenábamos temprano porque había que acostarse para que llegara el viejito. Nosotros abríamos los regalos el día 25 por la mañana, muchas veces vimos al viejito pascuero, otras tantas, con mi tremenda imaginación, vi que me saludó, desde su trineo, vi los renos y a los duendes. Mis papás siempre nos contaron cuentos e historias, pasó el tiempo, y esas niñitas se convirtieron en mujeres y madres; traspasé toda esa enseñanza a mi vida, tengo mucho de mi Abu. Siempre arme el Árbol sola, mis hijos miraban, era mi regalo para ellos.
Debo reconocer que es mi época del año favorita, me lleno de recuerdos de mi Abu y mi Tata que ya no están, pero que mágicamente me hacen sentirlos en este espíritu. Las luces de farolito ya no existen, solo tengo un pascuero de 20 cm que ya no tiene ni rostro y su traje rojo tiene casi 60 años de historia, pero es él quien me hace seguir creyendo en la Navidad y en las tradiciones.
Hoy mi choclo se desgranó, mis hijos, sobrinos y nosotros mismos estamos distanciados geográficamente, cada uno ha construido familia y su propia forma de celebrar. El mundo ha cambiado, se vive a otro ritmo, pido disculpas a mis hijos por el excesivo espíritu navideño, quizá en otra vida fui reno o duende, pero soy absolutamente responsable de enseñarles que la magia existe.
FELIZ NAVIDAD, PARA TODOS …
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