La violencia parece haberse incrustado de manera permanente en nuestra vida diaria, modificando profundamente cómo nos relacionamos y coexistimos como sociedad. Frente a esta realidad inquietante surge una pregunta fundamental: ¿en qué momento dejamos de lado la calidez humana, el respeto mutuo y la capacidad de dialogar y convivir a pesar de nuestras diferencias? Aquellos viejos pilares de la convivencia, como el consenso y la apertura al diálogo, se han desvanecido, incapaces de sostenerse incluso frente a la diversidad más elemental.
Hoy, la violencia se manifiesta con una brutalidad cotidiana alarmante. Ya no es un fenómeno lejano o aislado, sino un hecho recurrente que afecta desde lo más público hasta lo más privado. Vemos casos estremecedores: personas asesinadas por discusiones triviales en espacios públicos, agresiones motivadas por desacuerdos banales, incluso por diferencias en la velocidad al volante, y una indiferencia preocupante frente a la vulnerabilidad de peatones y ciclistas. En lugares que deberían ser seguros, como el metro, ocurren actos violentos tan absurdos como apuñalamientos por simples intercambios de opiniones. Ni siquiera el hogar, ese refugio simbólico, está exento. Los robos violentos, las agresiones e incluso los homicidios en el entorno familiar enlutan no solo a los hogares, sino también a comunidades enteras.
La violencia también ha alterado espacios que históricamente unían a las personas. Por ejemplo, actividades sociales como apoyar a un equipo de fútbol se han tornado riesgosas, donde el miedo y la violencia distorsionan su sentido original de comunidad y celebración. Lo que antes era un motivo de alegría y unión, ahora se convierte en motivo de división y desconfianza, estigmatizando a los hinchas como potenciales delincuentes.
Este avance de la violencia ha colonizado de manera creciente tanto los espacios públicos como privados, provocando una reacción marcada por el encierro y la seguridad extrema. La vida se traslada hacia el interior de las casas, se multiplican cámaras, alarmas, rejas y sistemas electrónicos de vigilancia, junto con el uso de armas no letales, cursos de defensa personal y controles rígidos que buscan proteger, pero al mismo tiempo aíslan. Sin embargo, estas medidas han dado lugar a nuevas formas de violencia, como el “portonazo” y la “encerrona”.
Este camino plantea dudas profundas: ¿es acaso la solución incrementar la seguridad, establecer más cárceles o endurecer las penas? ¿O será necesario repensar la educación social, dando prioridad al diálogo, a la escucha activa, a la tolerancia y a la capacidad de resolver conflictos sin violencia? La violencia no puede ser entendida ni enfrentada solo desde la penalización o la seguridad física.
Necesitamos desaprender la agresividad como forma de vida y reconducir la sociedad hacia valores de respeto mutuo y convivencia pacífica. Nuestra principal fortaleza radica en la capacidad para razonar, empatizar y construir juntos, y no en la glorificación de la violencia o de quienes la ejercen.
El desafío es inmenso pero vital: debemos aprender a vivir como seres sociales que edifican colectivamente, revertir esta cultura de miedo y agresividad, y hacer del diálogo el único camino posible para reconstruir nuestras relaciones y, con ellas, nuestra convivencia. Solo así podremos silenciar la violencia que hoy nos paraliza y dividirnos para volver a unirnos en comunidad.
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