Quedan sólo días para las elecciones parlamentarias y para la primera vuelta de las presidenciales, ante lo cual, los candidatos harán lo posible por ganar el respaldo de los votantes. El desafío es cada vez mayor, considerando que, en los últimos años, Chile ha experimentado un fenómeno de intensidad electoral inusitado: diez procesos de votación -entre elecciones y plebiscitos- en los últimos ocho años. Por eso, las estrategias de campaña se han visto tensadas por la obligación de diferenciarse, cayendo muchas veces en la competencia sobre quién dice el mensaje más llamativo y extremo, sin contar necesariamente con el respaldo argumentativo o las posibilidades futuras de cumplir lo que se dice.
Después de todo, lamentablemente, nadie se encarga luego de exigir el cumplimiento de las promesas. Muchos podrán quejarse, pero no hay mecanismo que haga exigible los compromisos asumidos y aunque todos estemos conscientes de que las palabras se las lleva el viento, nada parece sacarnos de esta rutina. La propaganda política se ha volcado cada vez más hacia el futuro, porque es ahí donde se concentra la atención del electorado, al que parecen importarle poco los antecedentes de los candidatos, su trayectoria política y laboral, sus estudios, sus intervenciones en los debates públicos o redes sociales del pasado.
En la antigua Roma, donde las elecciones también eran un ejercicio periódico y anual, la lógica era diferente. Si alguien quería postular para un cargo local o central, tenía que anunciar su aspiración en el foro de su ciudad y someter sus antecedentes a revisión. Si se le consideraba una persona honorable, su nombre se incluía en una lista pública y podía comenzar su campaña. Sin embargo, ésta no se concentraba en sus promesas de futuro, ni siquiera en su ideario político, sino en su capacidad de servir a la república y sus ciudadanos. En lugar de asociarse a partidos políticos, todo postulante vestía una toga candida (por eso se llamaron “candida-tos”), ropaje blanco que los presentaba en iguales condiciones.
Vestidos así, debían basar sus discursos en sus méritos y los de su familia: mostrar qué habían hecho antes por su ciudad o el estado, destacar los servicios en el ejército, en la construcción de obras públicas o remontarse hasta los mitos fundacionales de Roma. Los grafitis conservados aún en las paredes de ciudades como Pompeya evidencian su disposición de servicio. Más que presentarse de forma directa, era otro ciudadano respetable quien, en su representación, pedía a la ciudadanía que lo apoyara, bajo argumentos tales como “es un buen hombre”. Y así, para hacer contrapropaganda o manipular al electorado, también se generaban fake news que asociaban a un candidato con nombres u organizaciones menos honorables. “El sindicato de los bebedores nocturnos” o “La asociación de prostitutas” figuran apoyando a algunos postulantes, lo que, evidentemente, era una forma de acusar a algún candidato sobre vicios que los desprestigiarían.
Porque, si bien se buscaba garantizar un proceso virtuoso, los romanos aprendieron a manipular las elecciones. Quinto Cicerón, autor del Manual del candidato, aconsejaba a los candidatos evitar hablar de sí mismos y referirse a los defectos de los rivales, buscando los antecedentes que los mostraran como corruptos o deshonestos.
La naturaleza humana parece ser así. Distinguir la virtud del vicio y evitar los “cantos de sirena” siempre ha sido responsabilidad de la ciudadanía, aunque la misión sea cada vez más compleja en tiempos de redes sociales e inteligencia artificial. A fin de cuentas, el futuro lo definen los votantes más que los candidatos.
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