A principios de los dos mil ya se hablaba de las yeguas perdidas que corrían como baguales en los altos del cordón de Chacabuco. Lo recuerdo muy bien, pues conversábamos animadamente con Mario Rivas, en ese tiempo director del Zoológico de Quilpué, quien planteaba la posibilidad de arrearlas, arrinconarlas en alguna cerca y dispararles un dardo adormecedor. Desde el principio lo encontramos una locura, propia de su entusiasta carácter. La situación quedó hasta ahí y los relinchos cimarrones siguieron galopando en esos parajes, junto a los potreros de Pardo.
Conocedor de los cerros de ese cajón, Alfonso Ahumada describe parte de los secretos del Arunco y las invernadas de yeguas, pero hace un gesto, cómo deteniendo el freno del potro y entrega la posta a Felipe Urbina Campos, quien talonea la yegua y describe la precordillera al estilo campesino, ese “nacío y criao “. La salvedad que ofrece, es que sus yeguas, todas las del clan familiar, amplían el período a toda la temporada, de manera que el subir el cerro, no sólo es un paseo de fin de semana, ha sido por siempre su religión. Un dejo de emoción inunda el ambiente, al nombrar a su abuelo José Campos, quien le regaló su primera yegua “la Cuca”, con quien siempre hicieron la huella de herraduras, pero ya no está.
Esa melancolía lo hace retrotraerse a su niñez, a las bendiciones de su abuela Zoila González, quien lo bautizó con el nombre Felipe, cuyo significado es el “amigo de los caballos”. Dice “aquí partimos”, pero rememorando a los antiguos deja claro que el zanjón baja desde el Arunco y llegaba a una laguna, hoy El Pedrero, donde a los pocos centímetros comienzan a salir piedras, de ahí el nombre. Su acento costumbrista, no lo deja ni por un momento, y nos hace cabalgar por los caminos interiores, haciendo la subida de “Los Flojos” hasta la esquina de “Donato”. Aquí me detengo ya que el nombre recuerda al padre de mi amigo Nelson González Triviño, luego se vira a la derecha hasta El Algarrobal, mal llamado La Totora.
Se afirma el sombrero, como capeando el viento, la verdad disimula su formación educacional, que con la conversación transparenta yendo a su escuelita Cristo Redentor de San Vicente, Escuela España y el Instituto Pascual Baburizza. Pero ese camino siguió y la facultad de Agronomía de la Universidad de Concepción terminó siendo su Alma Mater. Luego galopa los potreros El Guanaco y Las Perdices hasta llegar a la casa de La Portería. Ahí saluda a José Luis Muñoz quien toma los datos y se entra a la Reserva Cora 3, más conocida como Sociedad Ganadera San Vicente. Se acerca el Arunco, el raco ya nos está recibiendo, junto al revoloteo de los cernícalos.
El relato no se detiene, su memoria fotográfica va describiendo una precordillera con las huellas de su abuelo, qué duda cabe. Bordeando los potreros de Hernán Pardo en la falda del Morro Colorado, luego el zanjón frente a la casa de Juan Mauna, un campesino ermitaño que quemaba carbón hasta hace unos pocos años. Los relinchos del Arunco definitivamente ya están en el ambiente. Ahí vienen los antiguos corrales de las cabras de don Segundo Muñoz, quebrada arriba se presenta la Vega de Caiceo, los cuentos dicen que el hombre sacó un quisco con un poco de tierra y lo puso sobre un algarrobo, ahí creció y aún se encuentra a un costado del bofedal, adornado con flores rojas de quintral.
El sendero topa con El Chorro, que es la primera quebrada que baja desde El Cajón de Arunco, es acá que el mito da paso al misterio, cuando se atribuye a la muerte de don Segundo lo aventurado que se puso la huella, no solo porque él lo mantenía, el tema era que ya no estaba y esa impronta comulgaba quien sabe con quién. De todas maneras, aunque los pingos se espanten hay que seguir el camino quebrada adentro, y pasar por La Piedra Grande, Los Quilos hasta El Sifón. La inmensidad de la montaña no da tregua, para llegar a El Agua del Tordo, El Ruco y después de dos horas a caballo El Agua del Sauce, donde hay un bosquete de quillayes usado para descansar y beber la choca.
Las yeguas con crías están por todas partes, al menos en la temporada, las huellas del puma no se han hecho ver … Unos borneos al viento caen con herraduras sueltas al suelo pedregoso, pero la mirada ya ha encontrado el cordón del Arunco, dos direcciones opuestas muestran el valle del Aconcagua y el de Chacabuco, el cerro tres orejas de Colina nos llama al pasado, a los ancestros, a los vientos misteriosos que hacen afirmar el fiador. Pareciera verse el caminar de los picunches, la sapiencia de los incas, la esclavitud de los sambos, la paciencia de los inquilinos y el renombrado Paso del buey con su cementerio de Túmulos.
Las yeguas grandes del abuelo José Campos, aún cabalgan junto a Felipe, sigue sintiendo su cabresteo de las primeras subidas, la emoción de una cabalgadura chúcara, el cómo aprendió abrir la pesada tranquera, los escalofríos del mito del indio asomándose al sector de Las Majaditas, o la resbaladiza subida de cuarzo para alcanzar El Algarrobal. Felipe y una vida de pesebrera, de fardo perfumado, avena o cebada, de proyectos campesinos en Prodesal de Calle Larga y ahora con la frontera Cristo Redentor a cuestas, con la delgada línea de las plagas, esa herencia de los inspectores del transandino, el Refugio de Río Colorado, El Cristo Redentor y el antiguo Libertadores con una pieza imborrable de la trágica desventura del 3 de julio de 1984.
PD: Agradecimientos al Gancho Ahumada quien, junto a Felipe, dieron vida a una huella, una historia, un bolsón de conocimientos que quedan abiertos a los costumbristas del valle, los letrados de campo, adobes y cerros …
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