Estudios recientes muestran que una proporción significativa de adolescentes no solo usa la inteligencia artificial para tareas escolares, sino también para conversar, buscar compañía o alivio emocional (Common Sense Media, 2025). Incluso se han reportado casos en los que los jóvenes confían a estos sistemas preocupaciones íntimas o crisis personales (JAMA Network Open, 2025).
Para introducir este tema, basta con mirar la vida cotidiana: nuestros hijos, sobrinos o nietos en sus habitaciones, frente a sus celulares o computadores. La puerta entrecerrada, la luz azul de la pantalla iluminando el joven rostro, el resto de la casa siguiendo su ritmo mientras, adentro, se despliega un mundo propio hecho de conversaciones digitales y confidencias. En silencio, en el centro mismo del hogar, se están gestando nuevas formas de vincularse y de tramitar el deseo.
La adolescencia es una etapa de transición. Implica separarse, diferenciarse y buscar nuevas identificaciones. En ese tránsito, el cuerpo ocupa un rol primordial: cambia, se erotiza, reacciona y se defiende. Tradicionalmente, esta búsqueda se realizaba afuera: los amigos, la escuela, los primeros encuentros amorosos. Pero el escenario contemporáneo ha ido modificando esas coordenadas.
Durante la pandemia, muchos adolescentes iniciaron o profundizaron sus exploraciones afectivas y sexuales en la virtualidad. Durante el encierro, donde el cuerpo se volvió potencialmente peligroso, la pantalla ofreció compañía, pero también un acercamiento sin cuerpo, sin olor, sin mirada. La sexualidad se desarrolló en dos planos yuxtapuestos: lo virtual y lo presencial.
El desarrollo psicosexual supone un paso progresivo: el placer, que en un primer momento se organiza en torno al propio cuerpo, comienza luego a dirigirse hacia un otro, con su diferencia y su opacidad. En ese movimiento, el encuentro con la alteridad resulta estructurante: es la experiencia —y el riesgo— de que el otro no siempre responda, no siempre desee lo mismo y no siempre esté disponible.
Adolescentes y la IA: del deseo a la hipersexualización
Sin embargo, las nuevas tecnologías, y en particular las inteligencias artificiales que simulan conversación introducen una alteridad sin cuerpo, sin historia y sin falta. La IA siempre responde, nunca se ausenta. En ese espejo complaciente, el sujeto no se encuentra con un otro, sino con una versión amplificada de sí mismo. Lo que parece vínculo puede convertirse en un circuito cerrado, una experiencia autoerótica digital donde el deseo se repliega hacia el propio yo. En este plano no hay posibilidad de rechazo, de malentendido ni de incomodidad: la máquina sabe —o aprende— lo que al usuario le gusta.
Pero no se trata de condenar estos fenómenos, sino de comenzar a pensarlos. Y aquí, el acompañamiento desde el mundo adulto es crucial. Este acompañar no consiste en negar lo virtual, sino en poner palabras allí donde el encuentro corre el riesgo de volverse silencio. Sostener la curiosidad, ofrecer un espacio donde lo que se dice a la máquina pueda también ser escuchado por un otro humano.
Los adultos enfrentamos un desafío: dejar de lado nuestros propios celulares, acercarnos a la habitación con la puerta entrecerrada y ofrecer presencia. Alojar —sin invadir— algo de esa adolescencia que transcurre entre lo virtual y lo presencial. Porque el deseo —aun entre pantallas— sigue esperando un cuerpo que escuche, una mirada que sostenga y a alguien que, desde su propia historia, se atreva a llamar a la puerta.
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