Dos de cada tres personas en Chile cree que la educación escolar ha empeorado en los últimos cinco años. La cifra, tan cruda como reveladora, proviene de la encuesta “Chile Nos Habla de Educación” (USS, 2025) y evidencia una verdad que ya no podemos ignorar: la confianza ciudadana en la educación pública se desvanece. Y con ella, también se diluye la promesa de futuro que la educación encarna.
La ciudadanía no solo percibe un deterioro generalizado; también expresa alarma ante problemas estructurales: un 74,6 % considera que la violencia escolar es “muy grave” y, quizás más inquietante aún, casi la mitad no recomendaría estudiar pedagogía. ¿Qué mensaje estamos enviando a quienes podrían querer formar parte de esta profesión esencial para nuestra sociedad? ¿Qué condiciones estamos ofreciendo para que enseñar vuelva a ser una vocación deseada?
En este panorama, una verdad se impone con fuerza: el profesor sigue siendo el actor central del sistema educativo. Todo intento serio por mejorar la calidad y la equidad debe comenzar por situar al docente en el centro, no solo en el discurso, sino en las políticas y recursos. Fortalecer su rol profesional no es un lujo, es una urgencia.
Hoy, las aulas enfrentan desafíos inéditos: convivencia fracturada, alta vulnerabilidad, inclusión incipiente, tecnología emergente y una creciente demanda por desarrollar habilidades socioemocionales. ¿Puede un profesor abordar todo esto sin una formación adecuada? ¿Es justo exigirle más, cuando muchas veces fue formado con menos?
La OCDE (2021) lo ha señalado: los sistemas educativos de alto desempeño reclutan a los mejores candidatos a pedagogía, elevan sus requisitos de ingreso y ofrecen formación de calidad. Chile, sin embargo, sigue atrapado en una contradicción: pide excelencia, pero permite el ingreso a pedagogía con puntajes bajos. ¿Cómo romper este círculo vicioso?
Necesitamos un nuevo pacto por la docencia. Un compromiso social y político que entienda al profesor como un profesional del siglo XXI: capaz de enseñar, acompañar, mediar y construir comunidad. Este pacto debe traducirse en acciones concretas: rediseñar las mallas curriculares con foco en la escuela real, vincular teoría y práctica desde el inicio formativo, implementar mentorías sostenidas y ofrecer formación continua pertinente, como lo hacen programas de la Universidad Andrés Bello que articulan licenciaturas con formación pedagógica intensiva y situada.
No basta con mejorar la formación. El Estado debe liderar una política docente de largo plazo que garantice condiciones laborales profesionales dignas, respeto profesional y proyección de carrera. La UNESCO (2023) advierte que la calidad docente es el factor más decisivo en los aprendizajes. ¿Estamos dispuestos a actuar en consecuencia?
Recuperar la fe en la educación implica recuperar el valor simbólico y real del maestro. No podemos exigirle que enfrente la violencia, que integre tecnologías, que promueva la inclusión y que contenga emocionalmente… si no le damos herramientas, tiempo ni reconocimiento. La ciudadanía ya habló. ¿La escucharemos? ¿O seguiremos culpando al sistema sin asumir nuestra responsabilidad?. No hay fórmulas mágicas. Pero hay certezas. Y una de ellas es esta: el futuro educativo de Chile comienza, siempre, con un maestro.
|