En la madrugada del pasado 15 de agosto de 2025, fuimos testigos de cómo tres personas que se encontraban privadas de libertad lograron -de un modo casi cinematográfico, utilizando una tirolesa improvisada- fugarse del Complejo Penitenciario de Valparaíso. Este hecho significativo, el cual fue calificado por el ministro de Justicia como “grave” pone de relieve, una vez más, las profundas falencias de un sistema penitenciario, que demuestra una crisis estructural que combina hacinamiento, déficit de personal y excesiva sobrecarga laboral, deterioro infraestructural y, por sobre todo, la ausencia de una política integral de reinserción social.
Ante lo ocurrido, el Gobierno reaccionó con la adopción de 17 medidas de emergencia, que incluyen reforzar la seguridad perimetral y revisar los protocolos respectivos. Sin embargo, estas respuestas inmediatas, aunque necesarias, resultan del todo insuficientes para abordar los aspectos neurálgicos del problema. La explicación no se agota en fallas operativas de control o vigilancia. El trasfondo es estructural: un sistema penitenciario concebido bajo una lógica de custodia mínima y saturación permanente, donde la reinserción social ha quedado relegada a un plano meramente declarativo.
En este escenario, el hecho de que la Comisión de Constitución del Senado aprobara por unanimidad el proyecto que exime de trámites y reduce los plazos para la ampliación y construcción de nuevos establecimientos penitenciarios (Boletín 17312-07), resulta particularmente relevante. No cabe duda que intentar aliviar o aminorar el hacinamiento es urgente; pero plantear la solución exclusivamente en clave de más infraestructura corre el riesgo de convertirse en una respuesta al margen de una idea de populismo penal.
En esta misma línea y tomando como base los pensamientos de Roxin, en un Estado de Derecho no puede permitirse que la ejecución de la pena se convierta en un mero aseguramiento físico del condenado, desprovisto de toda perspectiva de reinserción. La construcción de más cárceles, en ausencia de políticas de reinserción y de dignificación de la labor penitenciaria, no resuelve -a mi parecer- el problema: apenas lo desplaza en el tiempo. Multiplicar muros no elimina las condiciones que hacen de nuestras prisiones espacios de violencia y reincidencia. Ya lo ha advertido Zaffaroni al señalar que “la cárcel es el depósito de todos los fracasos del Estado social” y, la fuga en Valparaíso es la metáfora perfecta: lo que escapó no fueron solo tres internos, sino la evidencia de un Estado que castiga sin ofrecer caminos de reinserción, que custodia sin educar y que administra inseguridad en lugar de justicia.
La fuga en Valparaíso no es un hecho aislado ni una mera falla puntual: como diría García Márquez, es la crónica de un fracaso anunciado. Y también la oportunidad de asumir que la verdadera seguridad comienza allí donde la pena deja de ser encierro vacío y se convierte en una posibilidad real de reinserción, de lo contrario todos estos muros, se volverían de papel.
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