La genética ha sido responsable de la productividad en el mundo rural, tanto en los vegetales como en la ganadería. De hecho, es difícil imaginarse una población mundial de personas sin estos milagros naturales y/o manipulados. Generalmente nos vamos a los laboratorios, delantales blancos y microscopios, sin embargo, la naturaleza nos ha dado innumerables sorpresas mostrándonos el camino, como, por ejemplo, la mutación ocurrida en Transilvania, Rumania, en el siglo XIX, originando la gallina cogote pelado, genes fijados de por vida, que hicieron la raza mucho más productiva. No dejo de pensar, solo como teoría, que una situación similar ocurrió en la Araucanía, dejando sin cola nuestra kollonca.
Ni hablar de machos y mulas. Es cosa de ver los cientos de piaras camino al Aconcagua, una tras otra, buscando una altura extrema, con escasez de oxígeno y bajísimas temperaturas. O una mirada a nuestra historia, cuando a principios del siglo XX, una gran mayoría del mundo arriero andino se dedicaba al paso cordillerano, buscando el atravieso de la frontera en elegantes carruajes. También subiendo o bajando difíciles senderos buscando ganado en el trabajo de veranadas, detrás de novillos cerrucos, cabras de altura o yeguas de cría. Si bien la especie se da de manera natural, los avezados ganaderos crían los burros crianceros al pie de la yegua, originando potros burros yegüeros.
El interés de los criadores, especialmente de cordillera, en cruzar dos especies diferentes como burros y caballos, es obtener una amalgama de características que superen a ambos tipos por separado. Se habla de un agarre superior en el paso de angostos senderos que miran los precipicios, resistencia a los climas de altura, mansedumbre bajo condiciones extremas, fuerte, resistente y mayor independencia. El profesor Eduardo Porte, de la Facultad de Ciencias Agrarias y Forestales de la Universidad de Chile, especialista en ganado de carne y jurado nacional de caballo corralero chileno, describía dichas cruzas y, al menos yo, por vez primera escuchaba hablar de los olvidados burdéganos.
Los núcleos celulares de caballos poseen 64 pares de cromosomas, mientras los burros sólo 62, originando mulas de 63, lo que los hace estériles. Palmita, experto criancero de estas cruzas en la localidad de Uspallata, recomienda castrar los machos pues su esterilidad no significa falta de libido, y el manejo se complejiza con mulos enteros. En las tierras allende Los Andes, existen muchas historias y misterios respecto a estos animales y, en noches de luna con mate y picada, se suelta la lengua y no falta el enigmático relato de la mula preñada, obviamente carente de fiabilidad, pero a ese gaucho no se le movió un pelo y ni siquiera carraspeó.
La noche invitaba a la magia, esa del límite de creencias pero que el ambiente ayuda. Unos leves roznidos de los mulares del galpón hacen calentar la sangre, especialmente cuando se empinan y bajan unos atados de pasto que manejan los gauchos sobre unas varas que hacen de techo. Un sistema muy particular, que ayuda a mantener oreada la alfalfa y alejada del polvo del suelo. Cual experto en mulares, sin serlo, le consulto a Palmita si posee burdéganos. Ahí deja el mate y me explica las razones por las que no cría, sin embargo, mantiene algunos, entre el rebaño de 180 mulares, que maneja en corrales, fuera de los 120 de cerro destinados a la cría.
No olvida la pregunta, y cual genetista va al origen, donde el padrillo es un potro ganoso y la madre una burra mansa. No es fácil ni corriente la cruza, pero se da en ocasiones en la naturaleza. Dice que, por la alzada, prefiere los machos y mulas, sin embargo, no olvida a sus ancestros, que solían criarlos con mayor frecuencia. Me acomodo el poncho, por fin estaba frente al conocimiento empírico, ese transmitido por las venas, caricias y más de algún coscorrón. Dice que tíos y padres los preferían para realizar trazos difíciles en la subida al monte Aconcagua, pues son más cuidadosos, de uña más similar al burro, estrechas, ovales y más derechas. Además, no le hacían el quite a los matojos o arbustos leñosos, para alimentarse en desoladas cumbres.
Palmita ya nos ha contado mil historias y nos aprontamos a dejar su campo, entre grandes alamedas de un rincón de Uspallata. Su vestimenta de gaucho antiguo lo retrata en cuerpo y alma y ya suenan las aldabas de corrales muleros. Ha pasado la noche, se viene la madrugada y cinco arrieros ya conducen el piño, cuyo destino es el campamento base del cerro más alto de América. Cuarenta y cinco mulas negras de gran alzada tienden a brillar con el rocío. Una tras otra toman la berma de la Ruta 7, el camino que mira de lado a la montaña, los cascos recién herrados golpetean los bordes, maicillo y filosos cascotes. A la retaguardia tres mulares, un tanto diferentes, otro cuello, otra cola, otra alzada, que nos hace recordar la historia del pasado, la de ancestros y sus burdéganos olvidados.
Un ajado libro de amarillentas hojas, daba cuenta de una increíble coincidencia, el gaucho del supuesto cuento de la mula preñada, no estaba lejos de la realidad, un boca a boca que escuchamos en vivo y en directo, esa noche de mates y picadas. Registros históricos dan cuenta de unos sesenta eventos de mulas preñadas, a través de varios siglos, fechas y lugares, donde no aparecen los corrales de Uspallata, ni las piaras de Palmita. A pesar de tener un mapa genético impar, las mulas han logrado guardar un secreto, quizás similar a los enigmas cordilleranos, a los pasos fronterizos, que solo conocen las yeguas madrinas o los burdéganos del olvido.
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