La veo caminando a la verdulería de la esquina -a ese antiguo carro de Tocornal con avenida Alessandri- con su rostro amable y su carácter abierto, de fácil conversación. Sin embargo, la imagen bajo el dintel de la puerta de calle, la convierten en una postal costumbrista por excelencia, la que se ve abruptamente interrumpida por algún cacareo inusual de su crianza de gallinas, una tarea o más bien dicho una pasión que esconde detrás de los muros altos de la casona. Es la herencia de su crianza, cuando los patios de Tocornal se fundían con las tierras de doña Gaby Vargas, la patrona de los campos pasados.
De pequeña miraba el silo, el mismo que albergaba la gran lechería o el criadero de caballos chilenos después, exactamente el mismo que en los años ochenta era convertido en la gran discotheque de Los Andes. Las gallinas de su madre recorrían los alrededores y más de alguna vez volvían con los pollos recién nacidos, en los pies del famoso silo. De los muchos criadores que he conocido en mi vida, lo principal es la herencia, la generación espontánea del gusto prácticamente no existe, la asimilación de poder dormir en la madrugada con el cercano canto del gallo y absorberlo de manera positiva, no se adquiere en la adultez.
En la actualidad, la crianza de aves criollas está rápidamente desapareciendo, debido al costo de la alimentación, a la comodidad de las costumbres urbanas, a las externalidades y desapego a la tierra. Pero doña Matilde es de esas estoicas que perduran en el tiempo, sin importar los cambios del barrio, los nuevos condominios de la vecindad, la fila interminable de vehículos que atochan Tocornal, ni el alto valor de los terrenos urbanos, que invitan a partir. Una castellana pasa, la mira con desdén, ella se inquieta y camina a su nido, la espera un huevo extra de color rosado salpicado en manchas blanquecinas que nos deja sin comentarios, una maravilla.
La dicotomía de una comuna como San Esteban, se trasunta de manera estelar en la casa de doña Matilde, una calle asfaltada, lugar pareado, y locomoción colectiva a la puerta de la casa. Está todo dado para disfrutar la vida urbana, sin embargo, los genes siguen mandando y al atravesar su puerta, puedes caminar la esencia de los años pasados, el aroma de décadas de tías y abuelas, los tractores añosos de su hermano Julio con colosos llenos de leña, una moto embarrada que llega del cerro, los perros ingeniosos que escalan muros de adobe y recorren sitios sin importar los dueños. Un ansioso gallo colorado canta sin descanso, claro, anunciando al intruso desconocido que desea describir la historia.
El lunes pasado en la Casa Central de la Universidad de Chile, se llevó a cabo un conversatorio, en el marco de la Semana Campesina, cuyo tema central eran los “desafíos y acciones para la soberanía y seguridad alimentaria de Chile”. Me hacía mucho sentido el rincón de doña Matilde al observar el eslogan de la reunión que rezaba como sigue “Sin campo no hay ciudad”. Para ella, cómo emprendedora si no pudiese producir sus alimentos y artesanías, no podría ni siquiera tomar el micro, ir a la plaza o a la consulta del hospital, va todo de la mano y apenas levanta la mirada sus sueños van con los hechos, esos empíricos que aprendió de su madre, Margarita Reinoso, cuando en tardes tristes tomaba el hacha y partía los leños, calentaba la cocina y hacía la sin igual sopa de cebolla.
Si bien su gallinero es nuevo y simula un imponente granero, hay huellas del campo antiguo y viejos canastos se deshilachan, mostrando desordenadas puntas de mimbres, que el tiempo ha expuesto. Así es la historia, va caminando de la mano con Matilde, cómo los zincs oxidados que nos pueden acompañar una vida, o los genes de las pollas que su madre algún día incorporó desde lejanos campos, a la par del viejo tractor de don Julio, los roncos cantos de un ketro heredado de la Araucanía o una mirada inocente de su hermano Iván que se perdió en soledad. Se acumulan los nidos, las gallinas ya están cluecas y múltiples colores de huevos definen la producción campesina.
Trato de llevarla a los caminos de sus padres y abuelos, pero insiste en mostrar su taller de tejidos, un baño de realidad que se aleja del romanticismo del campo, pero no tanto, al describir lo que hacía con los telares. Su madre creció en Cariño Botado y San Miguel, mientras que don Pedro Gallardo, su padre, recorría los Campos de Ahumada. La casa quinta del Callejón El Lucero, fueron sus nidos primeros, una niñez a ritmo de hacienda, galope de caballos, siembras de alfalfa y bandadas de tórtolas. Su taller, es su espacio, la mirada cambia, los minutos se detienen y las fibras multicolores van enredándose al ritmo de su arte.
Tocornal N°382 guarda los secretos no sólo de Matilde y su hermana Margarita, el pasado nos lleva a su abuelo Eulogio, que bajó desde El Alto, cerros del San Esteban profundo, dónde las quebradas fueron testigos de arreos y minerales, de abigeatos y descubrimientos de culturas originarias y bosques invisibles. Una historia longeva, tanto como la de su padre que sin aspavientos llegó a los 93 abriles, por nada no alcanzó a pisar el 1800 y dejó su huella en estrechos senderos. Los ojos de Matilde brillan, sus manos transpiran frío, dice preferir no revelar su historia, por nada del mundo una fotografía, mas guarda silencio y finalmente confía.
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