Si hablamos de Fiestas Patrias, cómo no mirar el entorno y avanzar a nuestra cordillera. En una de esas nos encontramos con el pasado, ese colgado en recuerdos de algún rincón del sentimiento. Si bien tenemos muchas opciones para recorrer, la decisión de ir a Campos de Ahumada era una carta segura, especialmente en una temporada lluviosa o al menos mejor que un año promedio de los últimos tiempos. Hemos celebrado en familia, con visitas del sur, jugado a la lota, cartas y dominó, sin embargo, lo que está quedando en el recuerdo es esa subida al sector El Alto, de San Esteban.
Las curvas desde El Cobre, ya pasado la parcela de Faeh Manzur y galpón de los Osorio, ya no las conocía, habían pasado los años y los caminos de tierra amarilla, ya no existían. Un negro pavimento, líneas blancas divisorias y defensas viales, completan un circuito que invitan a mayor seguridad. Si bien los límites de los campos ya no tratan como antaño y los cercos abundan, existía certeza que encontraríamos ese sector amable, que nos permitiera estacionar y extender el mantel de las abuelitas, con piedras de asiento, un espino de sombra y ese leve sonido de un pequeño estero que alarga un hilo del agua profunda de quebradas heladas.
Ya habíamos pasado el cruce del Arpa y una entrada previa a la medialuna de la cordillera interior, fue el sector elegido, ahí estaba el espino, las piedras de asiento y una vieja fogata extinta. El mantel no se hizo esperar, la suave brisa indicaba una frescura muy agradable de altura y las hallullas con carne de pollo, algo de mayonesa y una pisca de kétchup, se ofrecían a la audiencia, cómo el mejor de los manjares. La verdad no era necesaria la fogata, ni el asado, para eso ya habría tiempo en la tarde noche. Emilia, la menor de la cofradía, demostraba buen apetito y eso era indicativo que la colación era suficiente, aunque el imperdible huevo duro, se dejó extrañar.
Avanzaba la tarde, habíamos caminado al estero y medialuna, dos lugares que sólo traían gratos recuerdos de la hacienda antigua, de amigos entrañables e infancia de días infinitos. Nuestro improvisado mantel en el suelo nos seguía ofreciendo bebidas, frutas y los inacabables sanguches de pollo asado, del día anterior. Un ladrido de un mestizo de campo, algo anunciaba, una leve polvareda con olor a estiércol insinuaba una imagen costumbrista, imperdible y ansiado en campos cordilleranos. Un arriero se veía a metros, cara curtida por el viento, gorro de lana, bigotes tipo mexicano, estribos de vaquero gringo y lo mejor, un mulo cordillerano de patas firmes para los senderos empedrados.
Se trata de don Emilio Perfecto Céspedes Ayala, del sector El Alto. Al rato vuelve con su majada de cabritas al corral que deslinda con un gran galpón, de zinc nuevo, que contrasta con uno distante a unos 50 metros, que una hora antes habíamos fotografiado, uno de piedra de cerro y techado con zinc oxidado. Los cercos de piedra recuerdan las manos indígenas, los mismos que años más tarde fueron colonizados por los degúes, roedores nativos que hicieron para siempre su hábitat en ese tipo de cercos. El pastor de 59 cabritas no va solo, pues Santito, un mulo de cordillera lo acompaña, sin soltarlo ni a sol ni sombra.
La amabilidad de don Perfecto, la verdad no extraña, pues es una característica del campesino chileno, pero también llama la atención los aperos de Santito, que al igual que un corralero, se distingue una elaborada jáquima, un bajador de pingo mañoso, montura pequeña, pellones muy blancos y un lazo de perlón, por si se arrancan las diablas. Cabras pintadas de fondo chocolate, cachudas, con muy buena inserción de ubres, huachas a más no poder y un balido generoso acarreando las crías que saltan, pero también tropiezan con las piedras. Quedaron atrás 15 cabras, pero no hay drama, al rato llegaron solas, pidiendo la apertura de la tranquera.
Un paisaje de estepa, donde todos tenían algo que decir, Valentina la geóloga analizaba sin perder tiempo las rocas de andesita, mientras Emi nos enseñaba cómo se enterraban para escapar las temibles arañas sicario. A Hugo, el matemático, no le cuadraban las orejas del caballo, claro si era un mulo, pero para que explicar si estábamos disfrutando la tarde. Rodrigo insistía en si escuchábamos el relincho lejano de un burro cordillerano, pensé para mis adentros, ni decir que se trata de un burdégano. Don Perfecto permitía que todos se pudieran subir a Santito y tomarse fotos, una experiencia que para muchos era toda una aventura.
Sólo mirando la imagen de don Perfecto, podemos construir su historia, esa herencia de generaciones de El Alto, la de arrieros que cruzaron límites desde los primeros tiempos, amos y señores de los pasos difíciles y escondidos. Lecheros y queseros ancestrales y actuales, cuidadores de costumbres antiguas, aunque las nuevas viviendas y gentes allegadas presionen por otros sistemas de vida. Santito lo delata, los burros yegüeros caminan como indispensables en la altura, las yeguas madres relinchan para originar el ganado mular, mientras las cabras de historia milenaria siguen paso a paso la mirada tranquila del perfecto arriero.
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