Camino internacional antiguo, bajando desde el sector El Sauce, pasando bajo el tubo de un paso de agua, puedes observar tranquilamente los potreros de Los Andes de mediados del siglo XX. Una media falda que cae lentamente al valle, ocupado siempre por cultivos perfectos, praderas nítidas, rastrojos amarillentos y ganado mayor. No existen frutales, ni galpones ni corrales, nada que afecte la mirada, un regalo para los andinos añosos, romances atávicos, pintores costumbristas, arrieros, campesinos y montañeses.
Un rincón de pintura que la familia Avendaño ha sabido mantener. Siempre he pensado que, si pudiera elegir un par de terrenos para disertar sobre Los Andes antiguo, uno sería ese rincón y el otro el fundo El Barro de Redondo Estévez. El pie de monte aún conserva algunos espinos que dan cuenta de su origen de estepa y clima mediterráneo, huellas de conejos nos llevan a la caza de subsistencia de la ruralidad de hacienda, relinchos de caballos a los corrales del capataz preocupado por el rebaño, y diucones de ojos rojos sobre el poste de acacia, mirando una modernidad que pasa a alta velocidad, sin detenerse en la historia.
Portezuelo es definido por la academia como la parte más baja o deprimida entre dos cerros o cordones montañosos, donde nuestra ciudad recibe al “amigo, cuando es forastero” al caer desde el camino andino. Es fácil imaginarse caminar a los picunches e incas, al buscar la vista panorámica que era fundamental para ellos, en la elección de un asentamiento. Lo digo por sus testimonios de petroglifos que al frente realizaron en rocas del cerro Paidahuen. Mientras nosotros heredamos la idea de encerrarnos con fortalezas de los españoles, nuestros pueblos originarios preferían las vistas.
Año a año se puede reconocer claramente el ciclo agrícola, el mismo que cultivaron padres y abuelos y si me apuran los primeros asentamientos. Es cierto que las variedades ya han pasado por la modernidad de la genética y los semilleros de maíz, por la transgénica, sin embargo, los tiempos, labores, cosechas, rastrojos y ganado, son los mismos. La temporada 2023, un ruco de mayo daba cuenta de un par de campesinos que se guarecían de las lluvias otoñales, pero miraban en la oscuridad el movimiento tranquilo o inquieto del rebaño. Un corral de encierro nocturno, hablaba de tiempos precavidos, evitando tentaciones de posibles cuatreros de siglos pasados. Un aura diferente circula en Portezuelo amarillo.
Es otoño, los novillos agarran las últimas cañas de rastrojo y se vienen todos los procesos biológicos y químicos que en el suelo interno se producen. La maquinaria agrícola prepara sus poderosos discos, esa fuerza que recuerda los gigantes bueyes que solían trabajar ese piedemonte, en la década del 60. Estos animales pagaron el costo del desarrollo agrícola y podemos decir que, desde los 70, en Los Andes se encuentran extintos. El fundo Coquimbito no era ajeno a su presencia, remarcando una imagen costumbrista desde principios del siglo XX. Esa imagen que no deja indiferente a don Felipe Avendaño.
Mi amigo Jaime, recuerda uno de los últimos cultivos realizados a la usanza antigua, con simientes recicladas, con arados de palo y caballos brutos. El reconocido Chorroncho venía desde Tocornal con palas embarradas a trabajar las melgas de cebolla en los profundos suelos tostados. Botas y ojotas, según el clima o labores, un pañuelo en la cabeza, ayudaba con la transpiración, protegía ideas y aireaba las calenturas de mente. Los rastreos de agosto atraían garzas y tiuques, al cateo de las larvas que quedaban expuestas y tampoco faltaban los tordos tempraneros que iniciaban su llegada de la migración nortina. Portezuelo Amarillo, el inicio y fin de todo.
Si nos vamos a la fotografía sepia del año 1890, viajamos en el tiempo a Los Andes de arrieros, la historia cuenta que el 32% de los campesinos realizaban dicha actividad. Entre mulares y caballos, articulaban el tráfico cordillerano internacional y el aprovisionamiento de la incipiente actividad minera. El predio Coquimbito y su límite Portezuelo Amarillo nos muestra, ya en esos años, alamedas, casas de adobe y quincha, baúles atados a la montura, lugareños con zapatos vaqueros, fajas anchas a la cintura, chaquetas cortas y sombreros de ala gacha, en polvorientos caminos.
Entre el cerro y el río Aconcagua, mirando el Portezuelo Amarillo, al límite de Santa Rosa de Los Andes, caminaba la poetisa, enseñaba, y cultivaba esa alma que posteriormente le otorgaría el Nobel. Un rincón que sobrevive al urbanismo y lo hace como en los últimos 500 años, cultivado, productivo, con vista panorámica y sosteniendo ganado rural y avifauna silvestre. Me detengo en su media falda, recibo la brisa de tarde y no puedo dejar de imaginarme el golpeteo de cascos de mulas de siglos pasados y el murmullo de los arrieros que forjaron nuestro pueblo.
|