Si nos fuéramos a los caminos de los campos de hace 50 años, en el valle central del país, sólo veríamos caminar y balar las ovejas de raza Merino. Recuerdo claramente a Ramoncito Rojas, en su caballo tordillo, sentado de medio lado sobre la montura, observando la vista panorámica de un rebaño de sobre 500 animales. El cambio de potrero implicaba una nube de polvo, de cientos de metros, el susurro sostenido de los ovejeros, un ladrido lejano o cercano, y un aroma a suarda que impregnaba el camino, de una historia inmemorial.
Unos años después, éramos testigos del trabajo del investigador de la Universidad de Chile, Guillermo García, quien entusiastamente criaba ovejas cabeza negra y probaba diferentes sistemas de cría. Esas locuras de las mentes brillantes, que introducía razas sureñas, originadas en ambientes lluviosos de Inglaterra, para adaptarlas a los secanos centrales. Los paradigmas centenarios de la crianza de ovejas laneras tenían que desplomarse, para hacer sistemas mixtos de carne y lana. Ramoncito, no comulgaba con la idea, y continuaba mascullando murmullos en sus arreos infinitos.
Lomajes tapados de crías, en los buenos años de antaño, mostraban la verdadera curva de los pastos, unas ubres llenas de leche para amamantar crías, incluso con sorpresas melliceras. Grandes galpones de esquila se erguían en los campos ovejeros, donde llegaban los caminantes temporeros, tijera en mano, para tratar de batir record de productividad y ganancia. Recuerdo ese galpón de pisos ranurados en alto para recibir en el subsuelo las fecas para que no afectaran la limpieza de las lanas. Era una fiesta de trabajo, una mixtura de gentes, caldos reponedores, galletas de campo y música mexicana en alguna chicharreante y colgada radio a pilas.
Voy y vengo en los senderos de las ovejas. Fui criado en las laneras del campo pasado, en las huellas estrechas que alcanzaban los cordones de los cerros, en los balidos quejosos del animal perdido, en la rumia tranquila de teatina bajo el espino, y en el choquero sereno de Elías y Adolfo. Más tarde me crucé con una compleja tesis de grado, donde don Guillermo y sus cabezas negras, indicaban los cambios de nuevos tiempos, ya sin galpones de esquila, ni fardos de lana, ni cueros sobre los pies de la cama. Suntuosamente ya no eran Merinos, ahora llegaban los Suffolk Down, más nerviosos, más briosos, macizos y precoces, para una época exigente.
Ya la curva natural de las praderas no tenía tanta importancia. Los extensos territorios que pastoreaba Ramoncito tampoco. Los árboles esclerófilos sombreadores ni tanto… entonces, ¿qué quedaba?, ¿dónde estaba el know how, del que se hablaba en las aulas? Sin duda estaba en la sapiencia del arreo, en la búsqueda de la invernada y veranada, esa inspiración intangible, de saber cómo hacerlo, daba frutos en el conocimiento de nuevas técnicas, que tenían que ver con la suplementación de forrajes arbustivos y praderas de semiriego, encastes precoces y concentración de los celos.
Ambas razas hacen el contrapunto, las merinas y sus lanas con las cabezas negras y sus carnes. Recuerdo una charla del profesor Alfredo Olivares, de forrajeras que claramente exponía los siguiente: nuestro país se divide en un 80 % de suelo de secano y un 20 % de suelo de riego, generalmente la investigación se destina a la menor superficie, por ser más productiva, sin embargo, debería ser todo lo contrario, pues un punto de incremento en el 80 %, implicaba un mayor resultado final. Ahí entendí que Ramón Rojas tenía razón en esmerarse en las laneras, cuidando las aguadas, los cercos perdidos de la llanura, las ovejas recién paridas y los árboles de sombra.
El nicho de la cabeza negra era para predios pequeños a medianos, productores que debidamente capacitados, podrían incrementar su negocio ganadero. Su pradera natural debía ser suplementada en determinadas épocas con arbustos forrajeros del género Atriplex en otoño y praderas de semi riego de trébol subterráneo y falaris en noviembre a diciembre. Un manejo animal, que sincronizaba los celos, hacía encastes precoces y estricto manejo sanitario.
Suffolk Down o Merinos, ovejas, al fin y al cabo, me quedo con la imagen que, de niño, ubicado en el corredor de la casa de campo, veía pasar al trote a Elías y Adolfo, muy bien montados y con los perros al lado, en dirección al cruce que dirigiría el ganado a los corrales centrales para las labores de esquila y baño. Inmediatamente un gran rebaño, unas setecientas a mil ovejas también al trote, como oliendo descanso y fardos frescos. Cerraba la comitiva Ramoncito Rojas, siempre en la silla de medio lado, como pensando la siguiente jugada, la de sabiduría heredada, sin secretos en la ovejería.
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