Dice un canto popular que en las grandes ciudades la luna y las estrellas se achican al ver tanta luz abajo. Es indudable que nuestra cultura occidental está, hoy por hoy, representada por las grandes megápolis de impresionantes y luminosas construcciones, de diversidad de culturas, de centros comerciales físicos y virtuales que lo prometen todo y de una oferta religiosa à la carte; sin embargo, y por eso mismo, nos hemos habituado a no levantar mucho la mirada ¿para qué si todo está acá?
En este contexto uno puede preguntarse qué lugar ocupa el festejo de la Pascua de Resurrección. Sería fácil afirmar que, al igual que Navidad, es una fiesta que se ha vaciado de su sentido original, que la magia del conejo de los huevitos de chocolate reemplazó al inefable acto de amor de Cristo resucitado; pero esto, aunque duela decirlo, es una denuncia algo añeja. ¿Y si lo asumimos así? la Pascua es una fiesta humana más de padres y niños jugando a esconder y encontrar huevitos de chocolate ¿hay algo que rescatar culturalmente? ¿hay alguna remota referencia al amor filial de Dios que permanezca oculto en el corazón humano? ¿es ocasión para mirar a lo alto, sacudirnos el sopor inmanentista y animarnos a anhelar aquello que hemos desoído por demasiado tiempo?
Entonces habrá que ir al corazón de la cuestión: el cristianismo nos recuerda que la humanidad entera ha sido incluida en la Pascua de Cristo y que, por lo mismo, nada humano le es ajeno al amor de Dios; también asevera que Dios actúa en lo secreto. Tal vez se trate de confiar en un
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