Jueves, 25 de Abril de 2024  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural… Alma de ferrocarrilero…

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero.

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El transporte terrestre en base a camiones era muy incipiente y las carretas con mula que llegaron a cubrir el trayecto Mendoza a Los Andes, habían quedado definitivamente en los albores del siglo. Realmente mil actividades relacionadas a los trenes atraían la fuerza laboral andina del siglo pasado, desde maquinistas, bodegueros, vía trochas, hasta los vía y obra, donde un joven Osvaldo Valdés Vásquez de 23 años ingresaba el año 1969. Recuerda como si fuera ayer el sonido de la campana con aire comprimido, los rieles oxidados, y uno que otro descarrilamiento.

Dice que el camino de la vida es como la línea del tren, esa que se construye en equipo y golpe a golpe. Con bajadas y subidas, difíciles de sobrepasar, curvas estrechas que nos van mostrando el devenir y entregando soluciones. No faltan los cobertizos ni refugios que nos hacen guarecernos y agarrar fuerzas para seguir siempre escalando. Ni hablar de los durmientes, que nos aferran a la tierra, cuando nuestros juveniles pensamientos nos pueden llevar a grietas o rodados en inclementes tormentas. Don Osvaldo respira profundo y relata sin parar ese histórico caracoleo, de Juncal a Las Cuevas.

Como eximio soldador integraba un equipo que se encargaba de una labor muy específica, durante los meses que no asolaban las tormentas. Los carros de los trenes argentinos al ser de trocha ancha, debían acoplarse a los de trocha angosta, a través de una soldadura de barras laterales. De esa manera los graneles podían desplazarse hacia a la capital por la vía férrea Los Andes-Llay LLay y de ahí a Santiago. Resulta emocionante desempolvar esas líneas que tranquilamente transportaban cargas y pasajeros entre la región de Valparaíso y resto del país. El taller vía-trocha, su impronta ferrocarrilera.

Existen labores tan específicas que no se escriben en los manuales y muchas veces sólo quedan en la mente añosa de los ejecutantes. La manutención del trazado de las vías requería que las cuadrillas de seis operarios por lado, fueran palmo a palmo cada diez metros de riel, soldando unas fibras de cobre para asegurar la conducción eléctrica. Largas jornadas de fríos eternos, eran su único cómplice, en la subida desde Guardia Vieja a Las Cuevas. Las “cuadras o refugios”, más recordadas eran Río Blanco, Juncal y Túnel 59, en esas interminables noches que hablaban de amores, desencantos, sueños, briscas, y caldos reponedores.

Avanzaban los años y la sapiencia de don Osvaldo y su equipo crecían, en esta verdadera escuela en que se había transformado el Transandino. Una singular comisión de trabajo debió asumir junto a varios compañeros en el norte del país. Un descarrilamiento en la línea Antofagasta a Cochabamba, requería ese talento andino. El destino era Ollagüe, provincia del altiplano del Loa, a 3.660 metros de altura, donde la puna adormece y el habitante quechua mira con algo de indiferencia desde Cebollar, Ascotán, y Amincha. Su grupo de encarrilada, premunidos de gatas hidráulicas ya visualizaba una solución a esos durmientes podridos, rieles corridos y rodados de piedras.

Imposible olvidar la fría cuadra del Túnel 59, cuando todo cambiaba, ad-portas del inminente enfrentamiento armado con Argentina, en 1978. Un frío metal del fusil se apoderó del refugio una madrugada de invierno, cuándo un pelotón de la Escuela de Alta Montaña se hizo cargo del lugar, desplazando a un pequeño espacio al grupo de ferrocarrileros. La camaradería entre compañeros había cambiado, una verdadera película se le pasaba por la mente a don Osvaldo, el sonido de las granadas no parecía entrenamiento, las minas se veían próximas y sólo el ánimo del cabo Espinoza volviendo a cargo de una patrulla de esquí, alivianaba el ambiente.

Pasaba la nevisca bélica con el país vecino, mas la normalidad no se recuperaba. Numerosos factores influían para que esos carros graneleros y los jaula de antaño, lentamente fueran encontrando los galpones de estacionamiento. La crisis económica por la cual atravesaba el país, los intereses de la minera estatal, el desarrollo del transporte de carga terrestre y finalmente el aciago 3 de julio de 1984, cuando el cerro El Indio sacude con millones de toneladas de nieve. Don Osvaldo pudo superar esas crisis y su vida de ferrocarrilero recién tuvo su fin en 1994.

El patrimonio del transandino, está en todas partes, especialmente en ese capital humano que no olvida sus labores, por las cuales se hizo funcional en el pasado siglo, el comercio exterior en el valle de Aconcagua. Cientos de personas entre funcionarios y familiares, quedaron a la vera de las líneas al terminar ese motor de sus funciones y jubilar en plenas capacidades. Una reconversión que con duros trastabillones se dio muy parcialmente, y de eso ya van tres décadas. El tren y vías de la minera reviven y calan día a día esos recuerdos.

Otros 20 años trabajó en la Cormecánica, y ahí cabía la pregunta respecto al trabajo con el cual se sintió más identificado, sin una pausa responde. “Si pudiera rehacer mi huella, tomaría un automotor y en una bifurcación buscaría el apeadero de una estación colateral. Miraría el itinerario para organizar la vida y sin duda la meta sería alcanzar los tramos altos, aunque fueran difíciles y tuviéramos que usar cremalleras. Ese tren taller sin duda me estaría esperando para corregir los rieles, esos que me llevarían a encontrar mi cuadrilla en el inolvidable Túnel 59”.

Crónicas de pueblo agradece a Pamela Valdés Figueroa y don Osvaldo Valdés Vásquez, quienes hicieron posible desentrañar escondidas historias, de este andino con alma de ferroviario.


 
 
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