En los años 80 la inspección de camiones de productos agrícolas y pecuarios de internación y exportación se realizaba en la esquina de San Rafael y Carlos Díaz, en plena ciudad de Los Andes. Bajo un galpón, herencia de una antigua deshidratadora de carozos que funcionaba en los años 60. Prácticamente no existían los camiones frigoríficos, a lo más aparecían de vez en cuando contenedores con plátanos en tránsito desde lo puertos hacia Argentina. Los camiones planos encarpados, eran el dibujo de la época.
Bajo la atenta mirada de don Raúl Quiroz Galdames, ingeniero agrónomo, jefe de la oficina agrícola, el camión se estacionaba en el estrecho patio, donde podían compartir espacio sólo tres vehículos. El Hueso y su cuadrilla, rápidamente, sacaban los precintos para desamarrar la carga consistente en 1.200 sacos de azúcar, proveniente de los ingenios del norte argentino. El conductor entregaba los documentos al inspector Roberto Rojas y el Guagui se encargaba de la primera zorra (nudo que permitía apretar y soltar la carga).
Por el lado izquierdo del camión, en un abrir y cerrar de ojos Cueto y el Laucha estiraban el cordel y las carpas se levantaban con el viento de septiembre. El Hueso y Guagui, ya bajaban la muestra para la inspección fitosanitaria. Los ojos expertos de Hernán Urzúa y Lucía Prado podían detectar el más mínimo gorgojo que osara moverse, luego del extenso viaje. Una lupa que la inspectora sacaba, funcionaba como una maniobra inquietante y agentes de aduana y conductores incrementaban su adrenalina.
Ya a mediados de los 90, uno de los primeros productos frescos en ingresar desde la sierra tucumana, fueron unos limones traídos por el destacado importador de la Vega Central, Luis Artigas, quien graciosamente daba declaraciones a la Revista del Campo del diario El Mercurio, diciendo que había pedido filete y le mandaron cazuela. Claramente se refería a la condición fitosanitaria de la carga, donde la muestra presentaba conchuelas cuarentenarias, que harían devolver a origen el camión, con la perdida monetaria que la resolución llevaba.
Una vez inspeccionado el producto, seguía el show del encarpado, en sólo 10 minutos la cuadrilla de entonados estibadores cumplía la tarea. Cómo no recordar la coordinación de los seis rudos que hicieron historia. Pato Ruz, Cototo y Rulo, de prominente estómago, manejaban un pequeño coligue que reemplazaba al mejor tecle, para afirmar hasta la carga más complicada. Bajo la atenta mirada del Nene, en el otro costado Majuana y Catañan sudaban la gota gorda, haciendo el contrapeso de sus compañeros.
Avanzaban los años y la fila de camiones, que algunos lunes llegaban hasta Curimón, uno detrás de otro a la vera del camino, llevó a buscar una alternativa. Las primeras pruebas junto a la aduana se llevaron a cabo en Campo de Marte, actual Parque Urbano. Estos ensayos hicieron que finalmente se realizara una construcción en Hermanos Clark (conocida hoy como “Aduana Vieja). El Hueso seguía el camino junto a otros tantos personajes de manos fuertes y ajadas. Unas espinas de pescado para arrimar los camiones daban cuenta de la aparente modernidad del sistema aduanero.
Los requisitos cuarentenarios se hacían más exigentes, al incrementarse el comercio exterior, y un sinfín de cargas se agregaban a las de Argentina, desde Paraguay, Uruguay y Brasil. Bolivia y sus cargas de alcohol aparecían de vez en cuando. El folclore se hacía presente con unos carros de comidas sobre la berma de la calzada y eran imperdonables unos churrascos avanzada la tarde. De un día para otro apareció Luchito, un personaje vendedor de helados y dulces, icónico de la Aduana Vieja, muy simpático en los días buenos, pero para esconderse en las jornadas que se levantaba con el pie izquierdo.
Se iniciaba el siglo XXI y las filas de camiones entre Hermanos Clark y Avda. Argentina, presionaban para poner coto a la aduana vieja, y era el comienzo del fin, puesto que entre el 2006 y 2007 empezaba a funcionar el PTLA (Puerto Terrestre de los Andes). Una vieja condición aduanera, con controles e impuestos desde el siglo XIX, ha sido inherente a la historia de Los Andes, esa condición transfronteriza con asiento en Río Colorado en los 60 y prehispánica si hojeamos la historia.
El Hueso alcanzó a pisar el PTLA, sobreviviendo a los tres últimos controles, mas los arneses, cámaras y tecles no eran para él. Ese coligue de los años pasados, los cordeles tirados por el Peca, Tuno, Puro y Manelli se difuminaron con la modernidad. Un día de julio se echo dos sacos a la espalda, a la antigua, suspiró tres veces, agarró sus pilchas y a “otro can con ese hueso”.
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