Jueves, 28 de Marzo de 2024  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural… Corten la baraja, llegó el monte …

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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En los 40, ya peinaba canas don Francisco Javier Fernández Squella. La experiencia la volcaba en su oficio de talabartero en las polvorientas curvas de La Palma en Calle Larga. Un gran ventanal sostenido en gruesos muros de adobe le daban la luminosidad y vista que su actividad requería. Una mirada matutina a la torre de la gran capilla, al potrero en barbecho y al cordel que aguantaba los pesados cueros de buey en etapa de secado.

Los huasos cabalgaban ansiosos en busca de los aperos que don Pancho les había prometido terminar: un lazo de 8 hebras, unas maneas de tres patas, una jáquima para el cabresteo, montura de cerro con grandes pellones, renderos y frenos, bajadores de amansa, o barrigueras de fibra de cáñamo. Algunas veces los clientes volvían con las manos vacías, por una cita de timba en noche de martes. Un galpón de vecinos españoles era la causa, donde las manos de suerte para un albur o gallo, determinaba el ánimo o rendimiento del manejo de los corriones.

Al martes siguiente, algo le anunciaba a don Pancho que sería su noche de suerte. Terminaba la jornada laboral temprano y se dirigía al galpón. Adrenalina y señal de la cruz, encomendándose a San Benito era su ritual. Una ronda de siete jugadores algo lo intimidaba, mas su fe en esa jornada lo hizo tomar la banca y jugar al todo o nada contra los seis restantes. Sus manos sobadoras de cueros, se hacían maestras en la baraja, rápidamente hizo los montones y espero que todos los retiraran, para ir dando vuelta el suyo, con la esperanza que los reyes del naipe español fueran sus invitados.

Un acomodo en la silla de cuero, carraspeo y estiramiento de los dedos, previo a la primera jugada. El rey de copas le sonreía en esa vuelta, mientras los contertulios bajaban la cabeza y entregaban sus apuestas, una sonrisa muy de bajo perfil realizaba don Pancho, para no espantar la suerte. San Benito lo iluminaba y golpeaba continuamente su espalda, al sacar dos reyes más en el primer montón. Uno a uno los jugadores, fueron dejando la mesa, mientras el banquero les ponía elásticos gruesos a los fajos de billetes de escudos. Esa inolvidable noche hizo historia en Fernández, si hasta las luciérnagas lo acompañaron en su regreso a casa, dónde preocupada lo esperaba doña María de los Ángeles, quien pacientemente calentaba un consomé de codornices en el fuego del brasero.

Sólo una parte del botín le mostro a su doña, para no ponerla nerviosa, una breve conversación, el consomé y al descanso para reponer fuerzas. Una noche de sobresaltos, un nerviosismo importante de no saber bien en que invertir tan importante ganancia. A las 6 de la mañana ya no aguantaba en la cama, sin despertar a doña María miraba por su ventanal y la respuesta de una de sus inversiones se dejaba ver, de manera de trabajar de mejor manera ese duro cuero de buey. Un desayuno contundente y a tomar el micro destino a San Felipe, calle Riquelme, hacia la curtiembre Laffón.

Los escudos alcanzaban y don Evaristo se aprestaba a realizarle un flete hacia La Palma en una destartalada Ford. Su compra fueron cinco damajuanas de quince litros de ácido para curtir, traídos en barco desde Francia, además de diez rollos de cuero sobado y tres de suela. Emocionado y nervioso regresaba, cuando en el puente El Rey hace que se devuelva el camioncito hacia la Plaza de Armas, pues olvidaba un par de vestidos de percala para su vieja y zapatos para los chiquillos. Mercadería de pulpería y paso final a la carnicería completaban el grito, de una verdadera fiesta.

El taller aumentaba la producción al reemplazar largas jornadas de curtido y sobadura de cueros, con los trabajos realizados en materiales Laffón. Los cortes de suela tapizaban elegantes juegos de comedor y los corriones tejían innumerables vueltas para lazos apialadores en jornadas de señalada, donde el marcaje en hierro humeaba con los huachos de cerro. La inmaterialidad de su arte comulgaba con las más hermosas monturas que la zona conocía y la leyenda de Fernández Squella salía de las polvorientas calzadas de Valle Alegre.

El vértigo de los martes lo mantenía ansioso durante toda la tarde, llegaba la noche y don Saturnino se apoderaba de la banca, quizás buscando la revancha que don Pancho ofrecía. Tal cual los tahúres coloniales, que recordaban noches de goce y placer, todos buscaban las cartas ganadoras, sin embargo, las sotas, caballos y reyes no abandonaban a Fernández. Durante bastante tiempo la banalidad del tahúr, tal vez la doble vida, que le daban esas 40 cartas, mantuvo en un vilo sus virtudes artísticas que subían y bajaban en ese idílico taller, donde la primera vista de la mañana, era la gran iglesia que invitaba a una ceremoniosa invocación matinal a la Santísima Trinidad.

Leyendas de cartas y juegos de azar normalmente nos cuentan las victorias, sin embargo, las dos pintas tomadas de la parte inferior del corte de la baraja denominadas “albur”, no siempre fueron las adecuadas, tal como el “gallo”, par de cartas alzadas desde la parte superior del mazo, pues la “clave”, muchas veces no coincidía con las cuatro expuestas. Fue así que se fueron tierras y aperos.

La historia de vida de Fernández Squella, es rescatada de una conversación con don Héctor Ulises Fernández Herrera, quien calladamente lamenta las pérdidas de su abuelo, el que se fue pisando los 90 años y en los pocos años de niño compartido, supo de sus fuertes abrazos, alzándolo al cielo y con voz fuerte tratándolo de “niño Dios “. Sin embargo, la vida siempre paga y si bien no fueron parcelas las heredadas por el nieto, sus genes de artista vaya que lo compensan.

El gran maestro “don Tito “, de figura delgada y pelo hippie, despliega sus dotes en donde quiera que vaya. Es el que dibuja los planos en el aire, el arquitecto de la Edad Media, el talento dado por herencia. Ese que no se roba, pues mágicamente captura la esencia de la naturaleza, mas no la interviene. Si lo encuentra, busque las tres suertes del monte, el gallo y albur.

 

 

 

 


 
 
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