Las recientes elecciones presidenciales y parlamentarias dejaron una conclusión evidente, la fama, esa visibilidad que antes parecía un pasaporte automático a cualquier escenario público, ya no alcanza. Varios postulantes provenientes de la televisión, el espectáculo y los medios, que alguna vez habrían sido considerados “cartas seguras”, quedaron fuera. ¿Qué cambió? Mucho más de lo que parece.
Durante décadas, un rostro conocido podía traducirse en una ventaja competitiva. La gente “sentía que conocía” a la persona, aunque en realidad solo hubiese compartido con ella una pantalla. Esa ilusión de cercanía funcionó bien en un país donde la política era lejana, aburrida y, muchas veces, impermeable a la ciudadanía. El o la “famosa” llenaba ese vacío: era la opción que sonaba familiar. Pero ya no.
Hoy, la ciudadanía está en otro lugar. Más escéptica, más desconfiada, más informada y, lamentablemente, también más cansada. La crisis de credibilidad que afecta a la política no perdona. Si el político tradicional debe probar cada una de sus credenciales, el famoso que entra a disputar un cargo debe hacer el doble. Porque si algo aprendió el electorado en el último ciclo es que reconocer a alguien no es lo mismo que confiar en él.
La fama es una capa superficial; la credibilidad se gana con propuestas, coherencia y preparación. Y eso, para muchos de los candidatos mediáticos, quedó en evidencia. No bastó con aparecer en pantalla, ni con tener millones de seguidores, ni con un historial de carisma televisivo. La gente empezó a preguntarse: “¿Qué sabe realmente esta persona del cargo al que aspira? ¿Qué experiencia trae? ¿Qué entiende de políticas públicas? ¿Está preparada para representar a una región, redactar leyes o fiscalizar al Estado?”. La respuesta, en varios casos, fue un rotundo “no lo suficiente”.
Este fenómeno revela un marcado giro en las expectativas de la ciudadanía. Hoy, incluso quienes votan con rabia o desilusión esperan algo más concreto: capacidad técnica, conocimiento, autenticidad y trabajo territorial real. Muchos famosos arriban a la política desde un lugar cómodo, creyendo que la vitrina basta, pero no han construido redes comunitarias, no conocen las urgencias locales con profundidad, ni han demostrado un compromiso sostenido más allá del ciclo electoral.
La política dejó de ser un escenario donde la fama ilumina; hoy es uno en que la falta de sustancia se nota con más fuerza. Esto no significa que los famosos no puedan transformarse en buenos representantes. Algunos lo han logrado. Pero deben asumir que la ciudadanía ya no les entrega un cheque en blanco por haber sido conocidos. Hoy, la pregunta no es “¿lo he visto en la tele?”, sino “¿me representará bien?”. Y esa pregunta exige estudios, trayectoria, consistencia y una mirada seria sobre el país.
Lo que las recientes elecciones muestran, de manera clara, es que Chile ya no está dispuesto a intercambiar aplausos por votos. La política exige algo más profundo: confianza, capacidad y un proyecto que conecte con la realidad de la gente, no con su recuerdo de un programa de televisión. En ese sentido, que varios candidatos famosos no hayan sido electos no es un fracaso personal, sino una señal social, de que la ciudadanía espera más y está bien que así sea.
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