Sabado, 22 de Marzo de 2025  
 
 

 
 
 
Cultura y ciencias

Costumbrismo Rural… Cajas con aserrín

Crónicas de pueblo por Sergio Díaz Ramírez, Instagram @amanecerdelgallinero

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Don Eduardo Rozas, oriundo de Los Molles en la provincia de San Felipe, retrocede a sus años de primera juventud, a fines de los 70, para recordar los inicios del cambio de la agricultura en el valle del Aconcagua. Fue así como un packing de uva de la Compañía Frutera Sudamericana, llamado Juan Brown, cambiaba el paisaje, la estructura social, la participación de las mujeres a través del trabajo de las temporeras y el horario de las labores. Lentamente se iba reemplazando el traslado de a caballo por las bicicletas que, junto a las liebres iban ocupando los caminos. Los delantales con logos de la empresa marcaban el inicio de la industria de las vides.

Los rieles de selección y embalaje corrían sin cesar, la noche se pasaba muy rápido y los pallets de frutas se iban acumulando hasta llegar a las cámaras de frío. Es ahí que don Eduardo quiere marcar un hito importante: había una diferencia fundamental entre las cajas embaladas en esa época versus las actuales, porque los racimos de uvas iban en cajas tipo cosecheras, cubiertas con aserrín, para mantener la temperatura. Su rostro cambia con este recuerdo, los años pasaron en un instante, sólo una caja acumula decenas de miles de noches, los camiones planos atados con cordeles y apretados con coligues, vinieron también a la cita y su padre Ernesto se hizo presente, afirmado en un difuminado corredor de la época.

¿Qué se recuerdan de esos años? El andino podría escribir muchas historias de esas noches de insomnio. Las plantas exportadoras se tomaban el valle y los packing satélites los predios. El gran Héctor Sáez se hacía cargo del funcionamiento de la exportadora Río Blanco y el Oso Villarroel de Zenteno. Las cajas con aserrín lentamente eran reemplazadas por papeles con azufre, mas durante muchas temporadas se guardaba la viruta, como una carta bajo la manga. Las yeguas mecánicas se dejaban para los rincones inaccesibles en las cargas de los tarros y entraban en escena las grúas horquillas a gas licuado. Fabián y Justo Henríquez, envueltos en grandes parcas, iban y venían en las cámaras de frío haciendo rechinar las grúas y sacando chispas en las vueltas.

Don Eduardo Rozas, se niega a salir del origen. Las uvas Thompson se cosechaban para el mercado americano, con la madurez indicada, media verdona, y aún no se incorporaban muchos mercados. Imaginariamente toma su bicicleta y recorre una larga arboleda tipo alameda del sector Los Molles, la humedad de la mañana la deja resbalosa, los pensamientos lo hacen avanzar sin detenerse, ni siquiera en uno que otro callejón que la cruza, partiendo los alambres de púas, estéticamente estirados. Los tractores con colosos atestados de cajas cosecheras con uvas recién amarillando, salen de los cuarteles de parronales destino a la planta, una visionaria, única e histórica.

Avanzan los años 80 y los 90, y el valle Aconcagua sigue siendo pionero. Los mercados se abren y los rincones de Europa no se resisten a las frutas chilenas. Recuerdo muy nítidamente que nuestro valle, fue fundamental en abrir el mercado del oriente y con eso los réditos de los productores crecieron bastante. En la exportadora Río Blanco, se realizaron pruebas de tratamientos de frío, que resultaron clave, para mostrar la efectividad en el control de moscas de la fruta. Eduardo Marti, profesional del Sag, demostró con larvas originadas en crianza artificial en el crucial laboratorio llamado La Central, ubicado en el altiplano ariqueño, que se podía exportar a Japón, con cero riesgos. Tratamientos de frío en viaje y fumigaciones con bromuro, fueron la tónica para envíos a mercados complejos.

La caja con aserrín me hace sentido como punto de partida y desarrollo de la fruticultura, en el valle de Aconcagua, los próceres Brown, Del Curto, Peppi y tanto otros, obviamente los que lograron subsistir de la reforma agraria, los comités público-privados, las universidades y las escuelas de técnicos agrícolas. Busco un contraste de las avenidas de Los Molles, que recorría en bicicleta don Eduardo Rozas, junto a las plantaciones de frutales, con lo que día a día nos muestra el valle en la actualidad. Definitivamente no me gusta la invasión de paneles solares, catalogándolos de ideales, sin observar posibles daños y la cantidad creciente de enrolados paños dispuestos de cinco mil metros, para ventas de presente y futuro.

Ni hablar de leyendas del campo antiguo, relacionado con la fruticultura, cuando se caminó la noche entre packing y frigoríficos. Imposible no escuchar historias a las tres de la mañana en los rincones de La Chaparrina, en las tierras de Olmedo. Tampoco se podían obviar relatos en las cámaras de Cruz Ponce, por allá en la carretera San Martín o mirar atolondrado, en frías noches de marzo, en los pagos de Reinoso. Los Molles no estaban ausentes y aún se recuerdan los cuentos de don Ernesto Rozas, al lado de un brasero, en oscuras noches de corredor, en la hacienda de la familia Lyon Edwards. El campo atrae, su gente conquista.

Ya cambio la alameda que don Eduardo Rozas recorrió en su juventud, si bien los álamos siguen firmes, el oscuro asfalto borró la capa amarillenta que resbalaba con el rocío. Vi menos bicicletas y más caballos, como recordando un dibujo de antaño. Modernos tractores han borrado los Ford 5000 de los ochenta. Aún se atraviesan bandadas de tórtolas, carreras de codornices y unos chocos que ladran al sentir un desconocido. Si bien modernos condominios con parcelas de agrado aparecen en el sector, la esencia de Los Molles está ahí, junto a don Eduardo, como guardando esa primera caja con aserrín, que nos dio identidad en lejanos mercados, con uvas, con nuestras uvas.


 
 
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