Han pasado tres meses desde la desaparición de Julia Chuñil, una mujer mayor indígena en Chile, y el silencio sigue siendo el mayor ruido en su caso. Tres meses en los que el eco de su nombre no ha resonado con la misma fuerza que otros casos de desapariciones, donde el país entero parece conmoverse solo cuando la víctima encaja en el molde. Julia es mayor, es indígena y es mujer: una triple invisibilización que nos grita en la cara la urgencia del gerofeminismo como respuesta a las opresiones que se acumulan en los cuerpos de las mujeres mayores.
El patriarcado y el viejismo han construido una sociedad que considera a las mujeres mayores prescindibles, irrelevantes e incluso, en términos cruelmente prácticos, desechables. Cuando una mujer desaparece, el impacto mediático y social depende de su "valor simbólico" dentro del imaginario colectivo. Las jóvenes son vistas como víctimas inocentes, las niñas como símbolo de una tragedia nacional, pero las mujeres mayores… ¿a quién le importan? ¿Quién clama justicia por ellas?
Pero el caso de Julia Chuñil es más que un reflejo del abandono estructural: es también un testimonio de la hostilidad que enfrentan las mujeres mayores indígenas en sus propios territorios. Durante años, Julia vivió bajo la presión y las amenazas de terratenientes que han impuesto su dominio con violencia, persiguiendo a quienes resisten la apropiación de tierras y la devastación del entorno. La desaparición de Julia no puede entenderse sin este contexto. No es solo el descuido de un sistema indiferente, sino la consecuencia de un territorio en disputa donde las mujeres mayores son vistas como obstáculos en la expansión de un poder que se ejerce sin consecuencias.
El problema no es solo el viejismo, sino el viejismo machista, que refuerza la idea de que las mujeres mayores ya no tienen valor porque han dejado de ser deseables, porque ya no cumplen el rol de madres o cuidadoras que se espera de ellas. Mientras que algunos hombres mayores logran mantenerse visibles en el espacio público —como "sabios", "líderes" o simplemente como figuras con derecho a ser escuchadas—, las mujeres mayores son empujadas al margen. Ya no son jóvenes para ser protegidas ni madres para ser respetadas; se les niega incluso la autoridad de la experiencia.
Estamos ad portas del 8 de marzo, una fecha en la que se habla de justicia para las mujeres, pero ¿de qué mujeres? Porque Julia Chuñil sigue desaparecida y la rabia colectiva que moviliza no la incluye. En las marchas feministas veremos consignas por las jóvenes asesinadas, por las que han sufrido violencia de género, por las que exigen igualdad laboral, pero ¿dónde están las mujeres mayores en estas demandas? ¿Cuántas veces las hemos escuchado nombrar?
El gerofeminismo nos dice que las mujeres mayores no solo existen, sino que resisten. Resistieron el machismo que las relegó al rol de cuidadoras, sobrevivieron la precarización de la vejez, enfrentaron el racismo y el clasismo. Y en el caso de Julia, resistieron incluso las amenazas de quienes quieren borrar su historia y su derecho a habitar la tierra.
No podemos aceptar que la vejez femenina sea sinónimo de silencio. Julia Chuñil merece ser buscada con la misma intensidad con la que se buscan a otras personas desaparecidas. Merece justicia, memoria y que su nombre no se pierda en el tiempo.
El viejismo machista nos quiere calladas, pero el gerofeminismo es, ante todo, un grito político. Es decir que ninguna mujer, por mayor que sea, debe ser reducida a una estadística de olvido. Julia Chuñil sigue desaparecida, pero nosotras estamos aquí. Y no dejaremos de nombrarla.
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