Aún puedo sentir el perfume de las leñas. Ver las manos ajadas del tío Pancho haciendo las escobas de chilca o romero para barrer el horno de barro, explotar minúsculos sijos sobre ladrillos ardientes que terminaban abrigando las masas, para transformarlas en tortillas de rescoldo. Ya en esos años, la verdad, bastantes, los cúmulos de cenizas tenían su reciclaje y numerosas actividades del campo la utilizaban para vitales actividades. A vuelo de pájaro, recuerdo a las tías trasladar en una lata los montones, hacia el gallinero y dejarlos en un rincón, sin saber que las aves las necesitaban para controlar sus picazones.
El campo tiene muchas definiciones y conceptos, mas una radiografía que puede retratarlo, va de la mano con el tema. Panchito ya caminaba lento, los años encima se hacían notar, pero cada día lunes partía al cerro La Cruz, atravesando un bosquete de eucaliptus y al bajar una loma, cosechaba ramillas de romero, hacía un atado y regresaba a la casa. El camino tenía sus obstáculos, una corrida de sábilas espinudas y dos cercas de alambres de púas, una se pasaba con una pequeña doble escalera y la otra atrapando dos alambres para dejar el hueco, que su menudo cuerpo podía traspasar.
Recuerdo que una corrida de grandes matas de tunas, hacían de sombreadero a las gallinas, con caminos interiores que atravesaban desde el parrón hasta la ubicación del horno. Ese espacio recibía continuamente latas de cenizas, para hacer verdaderos baños, constituyendo tradicionales lugares donde revolcarse. Los parásitos están compuestos mayoritariamente por agua, y al entrar en contacto con las cenizas se deshidratan y mueren, dejando libre de ácaros las plumas de las gallinas. Es un remedio casero, que similar al efecto de la tierra de diatomeas, ayuda en mantener con brillo, todo su plumaje.
Otro clásico uso de la ceniza era la lejía para “pelar mote “. La tía Raquel con su colorido pañuelo en la cabeza y delantal, caminaba lentamente al fogón del rescoldo, con su bol de trigo limpio de malezas y glumas, ceniza cernida y el resto de la magia estaba a cargo del fuego y hervido. Posteriormente la piedra heredada de los ancestrales, una gran roca con la hendidura suave y amplia, para recibir el trigo mote, que refregado por otra piedra menor iría soltando las cáscaras, dejando al descubierto los granos amarillos, para el lavado final, que le sacaría el olor a ceniza. El humo dejaría su impronta y ese suave sabor iría directo a realizar el maridaje con descarozados de duraznos, ciruelas u orejones de peras y membrillos.
Hace un tiempo realice un curso de Agricultura Orgánica, en el CET de Bío Bío, por allá en el cruce Reunión con Yumbel. El investigador Agustín Infante Lira, no sólo nos habló de materia orgánica, cosecha de agua, curvas de nivel o rotaciones, también estaba presente la ceniza en fertilizaciones y control de plagas. La humilde ceniza, con toda la pachorra del mundo, formulada como bactericida, fungicida e insecticida. En combate frontal con pulgones, gusanos, conchuelas, arañita roja, oídio, botrytis entre otros. Increíblemente el barrido del horno y rescoldo, el mismo de muchos años atrás, son parte importante del ciclo productivo agrícola.
Dicen que la ceniza simboliza “la muerte, la conciencia de la nada, la vanidad de las cosas, la nulidad de las criaturas, el arrepentimiento y la penitencia “. Desde pequeño tuve la impresión que este concepto no era del todo verdadero, sólo iba en la dirección del ciclo de la vida, que aparentemente termina, de manera que va y viene. Ya en el siglo XVIII, Antoine Lavoisier, el padre de la química moderna formulaba que “la energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma”. Ese polvo grisáceo aparentemente insignificante, que se lo puede llevar una ráfaga de viento y difuminarse en el ambiente, no es tal, cúmulos de sílice y minerales importantes son capaces de absorberse por los pelos radicales y nutrir los vegetales, volviendo de esta manera nuevamente a la vida.
Imposible olvidar a don Tato Lepe, realizar la cadena completa de uno de los frutos importantes del valle de Aconcagua, especialmente en lomajes asoleados, que crean un paisaje mediterráneo, florido, boscoso, donde cuelgan largas escaleras hechizas de hábiles manos chasquillas. Una seriedad única para trazar plantaciones, crear sistemas de regadíos y manejos integrales desde la fertilización, poda y control de plagas. Finalmente llegaba a la fase de la paciencia, a la conversación con sustancia, a los bidones azules, salmueras y sajados. Don Tato no trabajaba para él, creaba para compartir, cocinaba lento y en el caso de las olivas, obviamente, utilizaba la milenaria ceniza para suavizar y eliminar los amargos de la aleuropeína.
La ruta del rescoldo es calma, baja sin prisa en una carreta de bueyes viejos, desde quebradas altas, esa leña cortada a hacha casi verde, se airea y aliviana en los caminos largos. Un mugido grave se junta con el viento que pega fuerte en el galpón de la leña, la descarga abraza una ruma antigua y alta, que abrigará las atávicas lluvias de abril. Miro el rescoldo y veo las imágenes de los ancestros que amé, los que me traspasaron los genes del campo, los de infinito corazón. Definitivamente la ceniza no constituye el fin, escritos milenarios ya lo dijeron, la agricultura orgánica lo trabaja así y sus tortillas me invitan con insistencia a retroceder en las nubes del tiempo.
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