Ya camina por los 60, cojea lo suficiente, se le entiende sólo de cerca y siempre preguntándole ¿cómo? .Pero su mirada va de frente, sus recuerdos como si fueran de ayer, con un ánimo pleno, quizás demasiado, como acota su mujer.
Padrino, compadre y comaire. Sus conversaciones de Peumo, en aquellos lugares eternos de criollismo, donde Pataguas cerro, Pichidegua y tantos otros lugares que recuerda a diario. Tierra de origen que lo nutre, espacios de nostalgias positivas y también experiencias tristes de una difícil niñez.
A fines de los 50, vivir en el campo era difícil, pero su resiliencia lo hizo tomar libros y cuadernos para ganarle a la falta de oportunidades, al trabajo de niño y a la costumbre colonial, que requería ganarse el puchero desde siempre, dejando a un lado el desarrollo personal. Oportunidad que tomó y sin dejar las largas jornadas estivales de trabajo, logró terminar sus estudios, pocos lo alcanzaban en esa época, en el campo chileno.
Innumerables anécdotas de pequeño, dan cuenta de esas épocas difíciles pero felices, con juegos simples en Rosario, onces sencillas de Codao, cabalgatas en pelo en Concha y Toro, aventuras en tranques de La Esperanza, caminatas al bosque en La Rosa, armadas de huachis en Sofruco, recorridas de madrugada, pichangas de trapo, trompos paipas y bolitas de piedra para la trolla de Cachapoal.
Describe un desayuno con los ojos iluminados, nada como un sanco de harina tostada caliente con cebolla o un ulpo concentrado y una once con pan untado en aceite con sal. Litros de miel reemplazaban vitaminas y carencias de otros alimentos, amén de los huevos de colores que alguna trintre de la vecina anunciaba saliendo de la cerca medianera.
Plena juventud y trabajos de campo, en la altura de una palma chilena cosechando dátiles, en La Rosa Sofruco, amarrado al tronco y tirando una lienza con un plomo en la punta, miró a lontananza y soñó una parcela, que más tarde su trabajo le dio.
La peor tragedia aduanera de la historia chilena lo hizo llegar a nuestros cerros, el año 1984. La cordillera lo acogió, los ir y venir de los turnos lo embaucaron y adoptaron en las tierras andinas. Nada le quedó grande y su trabajo y humor lo hicieron titular en los desafíos de funcionario. También titular en las atenciones de usuarios y convivencia en largas y destiladas noches de antaño. Escobas, briscas y otros lo hacían invocar a su santo protector que siempre lo ayudaba, en el momento justo...San Benito bendito y caía la carta.
Mil historias con los camioneros en las cumbres, anécdotas con los paraguayos fueron las más celebradas. Sin embargo, su tierra, esa marca a fuego no lo ha dejado jamás y sus hectáreas de paltas en Peumo, son su patrimonio y pensamiento desde hace unos 10 años.
En Codao, camino a Pichidegua esta su refugio, donde las avenidas de plátanos orientales acogen junto a la dulzura de los naranjos, la frescura de los limoneros, los racimos de kiwis y uvas, la sombra de nogales, los pomelos en sobre calibre. Entrando por un recodo de invernaderos con múltiples tipos de flores, intercalados con chacras de sabores antiguos, lo abriga y refresca su plantación de paltos, su premio y sudor de montaña.
Él dice que son hass, pero la verdad a los compañeros de trabajo no les consta y cuando algo se hace inalcanzable se dice...como las paltas hass regadas con goteo del incomparable tío Lucho...
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