El calendario nos puede recordar la llegada del otoño, pero el campo lo sabe interpretar sin necesidad que le avisemos. La gracia de saber mirar la naturaleza está en poder interactuar con ella de la mejor manera.
Algo nos indica una brisa diferente a principios de marzo. También la merma de la bajada del río, nos podría estar diciendo que en los cajones interiores está disminuyendo la temperatura y los hielos casi eternos van quedándose quietos. Los pastos ya no elongan sus fibras de la misma manera y el corte en jardines se hace más esporádico o el forraje finaliza sus cosechas. Se escuchan los últimos cantos de los tordos en las mañanas de Los Andes, previo a la emigración al norte.
Amanece con garúa, las yeguas que dificultosamente pastan en uno de los potreros del portezuelo Amarillo agarrando exiguos rastrojos, muestran una capa blanquecina, fenómeno propio del cambio de estación. Los terrenos se están abonando con el trajín de las piaras y descansando del crecimiento de los maizales, además de las mineralizaciones que se producen en los movimientos subterráneos y descomposiciones realizadas por microorganismos. Aún existen potreros aledaños con cañas y choclos terminando de secarse, luego pasará la trilladora y los camiones tolva se llenarán de grano, para trasladarlos a silos, mangas o sacos.
Las hojas de los árboles caducos caen lentamente con la brisa del viento, con los remolinos que recuerdan a la acción del mandinga, y también cuando los riegos escasean por los turnos de agua. Ha llegado el otoño, los huesos de las rodillas comienzan a doler, a sonar, a decir presente y una queja lastimera de algunos adultos mayores recuerda el paso del tiempo, no sólo de las estaciones.
Científicamente la caída de las hojas de los caducos es un mecanismo de autoprotección y ahorro de energía. Los árboles no miran el calendario, sienten la reducción de las horas de luz, la disminución de la intensidad solar, para ir hacia la suspensión de la fotosíntesis.
Si miras los potreros antiguos de Alto del Puerto verás revolotear garzas y pequeños rapaces, esperando que don Julio haga partir el tractor para iniciar el funcionamiento de la estiercolera. Más tarde melga a melga, se irá preparando el terreno, una aradura profunda va provocando la magia, física y química, de los cambios necesarios, que secretamente guardará el suelo. Unos tímidos rayos del sol, van alumbrando diferentes estadios de insectos que llaman la avidez de las aves, las cadenas tróficas a nuestra vista, las que no enseña el calendario, las que desafían nuestros conocimientos. Quizás también sentirás el relincho del alazán “Hippy “, de Paulo González, en un lento trote.
El contrapunto lo da la industria avícola, la producción de las gallinas ponedoras es manejada, mediante un ambiente controlado de luz y temperatura, un manejo intensivo donde no se deja al azar ninguna de las variables. Pero la naturaleza también hace lo suyo con las aves criollas: existe un cambio de ciclo antes que termine el verano, donde se produce la muda de plumas, o pelecha. Si las miras en febrero, verás verdaderos esperpentos, casi totalmente desplumadas, en una involución catastrófica, sin embargo, ya en otoño, nos encontramos con plumaje lleno e iniciando una nueva vuelta, abrigadas y productivas, bajo un buen gallinero.
Si bien los rebaños de ovejas, poco se ven en nuestro valle, los recuerdos de las majadas no dejan de estar. Llegan a otoño bien abrigadas con su gruesa capa de lana, pero tienen otras necesidades, pues en esta época enfrentan su último tercio de preñez, además de las pariciones a entradas de invierno. El ciclo se maneja de esa forma en el secano de la zona central, pues se supone que, en un año normal, la curva de los pastos ofrece forraje verde en esa época, posterior a las lluvias. Se deben suplementar en ese tercio y tener pastos verdes, en la parición, para que las madres produzcan suficiente leche para amamantar las crías.
El misterio del otoño ha sido estudiado en el campo desde tiempos inmemoriales. Es así que uno de los hechos curiosos de la época tenía que ver con un proceso denominado “la luna de cosecha”. Como los días se acortaban y coincidía con el fin de temporada, ya fuera de frutos o cultivos, se aprovechaba la luna llena de principios de equinoccio, para trabajar hasta tarde, pues ante la ausencia de electricidad esa claridad era vital, de manera de guardar los productos que fácilmente podían mojarse en lluvias tempranas. Esa misma luna, hace que los animales silvestres se guarden, impidiendo el éxito de los cazadores.
El hombre y mujer de campo saben valorar el otoño, porque miran más allá de lo que observan sus ojos. Conocen que los brotes de primavera están en la dormancia de las yemas y el crecimiento lento y profundo de las raíces de la época fría. Valoran el fuego de abrigo, al saberse acompañado de sus ancestros, cuando no había otros métodos de calefacción. Al escuchar el balido de las ovejas, acompañan con sus ruegos la última etapa de preñez y nacimiento de los borregos. El andino sube a la montaña, palpa las primeras nieves, los arrieros bajan el ganado rezagado y la tormenta acompaña, desde tiempos inmemoriales, los glaciares azulosos de nieves perpetuas.
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