Si nos fijamos bien, muchas veces las paredes nos cuentan más allá de lo que esperamos, y eso me pasó al ver ese rincón, el domingo pasado. De partida ya es un mérito sostenerse mostrando las heridas del tiempo, ver sus entrañas a través de una piel que lentamente se fue a otros barrios, por culpa de una brígida escoba de curagüilla. Las segundas capas de adobes se empinan, demostrando formas que algún campesino elaboró como sustento. Me quedo con las rasgaduras, una verdadera pintura que puede seguir describiendo el camino de los años, unos cien o quizás doscientos, ni pensar en las historias que nos podría contar.
A vuelo de pájaro, deben haber pasado al menos unos 40 años sin visitar el poblado típico de Pomaire. Sólo borrosas imágenes logré asociar. Sin embargo, lo desconocí, pero para bien, un agitado orden, demuestra la buena salud en que se encuentra, lo entrenido de su muestra y la avidez del turismo, como en pocas partes se ve. Una brisa fresca de tarde se confabulaba para recibirnos, indicándonos que el pueblo se encuentra, no tan lejos de la costa, y demuestra en algo su influencia. Una vieja, pero mantenida carretela invitaba a paseos de pueblo, y la verdad, no me faltaban las ganas, para recordar el golpeteo de los cascos y vaivén de su marcha.
De pequeño caminé la zona de Melipilla, La Marquesa, Leyda y Las Palmas, de manera que puedo imaginar, el establecimiento indígena en estas ricas tierras de estepa, lomajes y cerros. Su historia habla de fines del siglo XV, cuando los incas rápidamente descubren sus arcillas e inician un camino de pueblo alfarero, desgarrando los cerros de gredas rojas que se despeñaban en amables quebradas. Las haciendas iban en expansión y la tribu de artesanos, se quedaba arrinconada en la actual zona. Dos siglos después, a fines del siglo XVII, nace Domingo Pomaire, el primer indígena bautizado, posteriormente su hijo Tomás Pomaire fue gobernador de estas tierras, quedando perpetuado su nombre en la comarca.
Desde Los Andes a Pomaire no deja de ser un buen rato, de manera que, a la llegada, se acerca la hora de almuerzo, de hecho, pasando El Monte, ya se nubla el pensamiento con esa empanada de 800 gramos, sólo como aperitivo. La única calle de entrada nos recibe con una multitud de promotores de restaurantes, que en realidad hay muchos y harto buenos. Ya en la caminata de “hacer hambre”, se acerca un joven a mi hija, para recomendar un local de tenedor libre, se esmera y casi nos convence, digo casi, porque un promotor, lleno de experiencia dice “sólo les mostraré una frase de este díptico, 75 años de tradición“, así presentaba el restaurant “El Parrón “, un maestro, mientras se alejaba, sin insistir, el primero.
Cronistas de la época, relatan que ya en el 1700, caravanas de carretas en mulas y bueyes, se dirigían a Valparaíso, al Mercado El Cardonal, con cargas de alfarería. Pequeños chanchitos revelaban la ligazón al campo, esos corrales de traspatio, alimentados con sobras de cocina, afrecho de trigo y suero de leche de vaca, costumbre que siguió en nuestra tierra, hasta el día de hoy. Pailas, platos, ollas, adornos y grandes tinajas, realizadas con las manos heredadas desde fines del 1500, mejoraban la infraestructura de las casas de campo, pueblos cercanos y poco a poco en las grandes ciudades. Ni hablar de las tinajas de 700, 1000 y 1500 litros para las chicherías, de Santa María, San Esteban y Calle Larga.
También podemos ir a las referencias más antiguas, como la de 1482, cuando el cacique o curaca Pomaire, pisó estas tierras acompañado de un grupo de incas y diaguitas. Recorrió sus cerros, reconoció los fértiles suelos y sus texturas rojizas moldeables, y no podía ser de otra manera, pues sus habilidades iban por el lado artesanal. Increíblemente, a pesar de las presiones que ejercieron los hacendados, ellos van encontrando territorios aledaños, a lo largo de los años, con la impronta de la greda, con el respeto a su oficio, con los genes de sus ancestros, de manera de lograr, ubicar ese sitio único y protegerlo, hasta nuestros días.
Si usted cree que sólo verá las pailas para el pastel de choclo, y otras piezas de alfarería se equivoca, cerros y valles nos indican la relación con la tierra, agricultura y ganadería tradicional, esa de chacras campesinas. Para que hablar de su gastronomía, una leche asada de la abuelita o mote con huesillos, un imperdible en el restaurant “San Antonio”, cuyo ajado rincón muestra la nota. Vuelvo a mirar la locación donde se reflejan las épocas de platos pintados, yugos, catres de bronce, barriles de roble, ruedas de carreta, sillas tapizadas con totora, todo matizado con un piso de cemento crudo amarillento, que va y viene junto al tiempo.
Esas imágenes que quedan en la retina o se plasman en fotografías, son las llamadas “telón de la vida “, en el país del café, y ellos sí que saben de costumbrismo y realismo mágico. Pomaire nació en moldes de arcilla, con un caminar tranquilo, cerros de espinos, con campesinos creativos y agradecidos.
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