Martes, 10 de Diciembre de 2024  
 
 

 
 
 
Opinión

Mujeres víctimas de violencia

Por  Claudia Riquelme Arroyo. Perito Forense, Docente Psicología Universidad Andrés Bello

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Quienes viven la violencia doméstica suelen transitar entre dos mundos: una vida social y laboral que aparenta normalidad frente a su entorno y, por otro lado, una intimidad marcada por el inicio progresivo de actos de violencia. Esta dualidad, muchas veces imperceptible para la víctima en sus primeras etapas, permite que el sufrimiento y la incertidumbre se instalen como una presencia constante. En ocasiones, el entorno cercano puede percibir señales antes que la propia víctima, pero para reconocerlas es fundamental mantenerse alerta.

 

Desde el enfoque de la salud mental, las señales de la violencia de pareja pueden clasificarse en dos ámbitos interrelacionados: el privado y el público. En el ámbito privado, las mujeres afectadas suelen experimentar una vaga sensación de peligro, con frecuentes dudas de sí mismas ¿estaré exagerando? Cuando esas dudas se disipan, la certeza de estar en una relación violenta traerá consigo el miedo constante. Este estado de alerta desaparece momentáneamente cuando el agresor se ve tranquilo y satisfecho, entonces para evitar "provocar" su enojo o descontento, muchas víctimas modifican su comportamiento esforzándose por cumplir sus expectativas o incluso justifican las agresiones atribuyéndose la culpa, considerando el maltrato como un castigo merecido lo que refuerza la dinámica de control y dependencia. 

 

Este temor constante es ansiedad. La ansiedad es una reacción adaptativa ante amenazas, pero en personas que viven sometidas a vulneraciones, se cronifica deteriorando gravemente el estado emocional y cognitivo. No es raro que quienes sufren violencia presenten cuadros combinados de ansiedad y depresión, así como una disminución de sus habilidades de afrontamiento y por consiguiente desarrollan respuestas erráticas que no les brindan soluciones. Estas dificultades se ven exacerbadas si existen patrones transgeneracionales de normalización del sufrimiento en los vínculos afectivos, no solo porque será más difícil reconocerse víctima, sino que también el entorno familiar presionará explícita o implícitamente a mantenerse en la relación. 

 

En el ámbito público, las personas cercanas a la víctima pueden observar señales como el abandono de intereses, amistades o actividades familiares en favor de priorizar la relación de pareja. Otras señales visibles incluyen nerviosismo, alteraciones gastrointestinales, un estado persistente de urgencia no acorde con las circunstancias, y dificultades para imaginarse fuera de la relación o para validar sus propios sentimientos frente a situaciones conflictivas o relacionadas con la organización de la vida en pareja y familiar.

 

Reconocer la violencia y denunciar, supone muchas veces entrar en un conflicto manifiesto con el agresor con quién mantienen lazos y compromisos propios de la coparentalidad, las rutinas familiares y sostenimiento económico del hogar; las consecuencias de esto, cómo el tránsito por un sistema judicial engorroso, la sobreexposición de intimidades dolorosas y el posible impacto que el conflicto puede tener en los hijos, motiva a las víctimas de violencia de pareja a desistir de las acciones judiciales y se refuerza la desesperanza frente a un escenario que parece demasiado adverso. Esta conducta ambivalente, no es fácilmente comprendida por el entorno inmediato y la sociedad en general. 

 

Es crucial recordar que la violencia de pareja no es un problema sencillo ni aislado, todos la hemos experimentado directa o indirectamente a lo largo de nuestra vida y por lo tanto es una cuestión de interés social, que difícilmente puede abordarse sino se asume una responsabilidad colectiva. Guardar silencio escudándonos en frases como “la ropa sucia se lava en casa”, perpetúa el ciclo de maltrato y priva a los afectados de una red de apoyo dispuesta, e igualmente nos transforma en cómplices y sostenedores de este sufrimiento.

 

 


 
 
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