Me falta la ventanita de la esquina de Salinas con Santo Domingo, la Señora Carmen Alarcón y su sonrisa serena, la cola llegando al Prat y los vales manuscritos. La señora que se metió en la fila, un tímido silbido en el anonimato y los vecinos que se encuentran con el plátano manjar. Un lujoso salón tipo europeo, con sabor italiano, con uniformes madrileños, con letra latina y atención de empresa, me pega un recto en pleno mentón. No reniego del desarrollo, mas no sé si don Manuel Olguín observará con beneplácito la extinción del sepia y sus cajones de membrillos.
Tendremos que acostumbrarnos a los nuevos tiempos de la heladería, pero la verdad que extrañé el cambio de la esquina, que hubiera pisos para la espera y el sol o la lluvia no pegaran en la espalda. Será que siempre hay algo para criticar y que nunca se está conforme, pero en vez de estar feliz con su elegante modernidad, me fui a la historia, a los orígenes y la sostenida tradición de sus casi 120 años. Tuve que explicar a mis visitas curicanas que no era así, donde los había invitado, en fin, a ellos le encantaron los sabores de los helados, la nostalgia, es mi problema.
Mil historias van y vienen, como la de don Héctor que, por allá en el año 1956, sagradamente entregaba su cosecha de membrillos a la heladería Olguín, ubicada en ese tiempo en calle Salinas, donde actualmente existe una ferretería. La corrida de membrilleros, sobresalían en un canal que limitaba la parte trasera de su pequeña parcela, algo como cosa perdida, hasta que comenzó a comercializarlos para los sabores artesanales que elaboraba Olguín. Eran tiempos donde las polillas de las pomáceas no hacían tantos estragos y el peludo de sus cáscaras, daban paso a tonos amarillos más que intensos.
El ochavo, recurso urbanístico utilizado para unir de manera oblicua la esquina en una manzana, fue una característica particular de heladerías Olguín. Don Hugo, cariñosamente conocido como “Chato Olguín”, visionariamente interpretó el gusto de los aconcagüinos, al ubicar la caja en la esquina, junto a estantes llenos de confites visibles y al lado derecho la sala de ventas. Las señoritas recibían los vales y llenaban los conos con uno, dos y hasta tres sabores. El movimiento interno estaba en la parte trasera con los productos almacenados, la maquinaria y el ajetreo de la magia heredada.
En marzo del 2024, un video da cuenta de la ceremonia de inauguración de las nuevas dependencias, del desarrollo, de la modernidad, nuevos tiempos para generaciones impacientes. El sacerdote animadamente lanza el agua bendita, sin dejar rincón al arbitrio del mal, ni sabor en descomposición o colores desteñidos. Sin haber estado presente en el magno evento, imagino el discurso del legado de los ancestros, de las mulas cargadas con frutos del valle de don Manuel, del tesón de don Benjamín y Hugo, de la dulzura de doña Carmen, seguramente fue así, mas esa herencia no la vi reflejada en sus elegantes paredes, creo que una placa no hace justicia, pido disculpas si estoy errado.
Nos vamos al 1906, no fue un año cualquiera para el valle de Aconcagua, se recuerda la inauguración de Helados Olguín en la calle Coimas, San Felipe, y nada menos que uno de los terremotos importantes de la zona central. Mientras las frutas de las quintas, eran seleccionadas para la incipiente empresa de don Manuel, caían los muros de adobe, las tejas crujían y se deslizaban, dejando desnudos los techos de dameros centrales. Las estadísticas de la época hablan de dos mil muertos y veinte mil heridos, haciendo concordancia con los 8,6 grados Richter. No era un buen año para iniciar, mas en las crisis vemos la madera de los emprendedores.
En los 80 conocí a Pepe Vila, un heladero de Mendoza, con la impronta de Francesco Procopio, quien, en el siglo XVII, creaba el helado moderno, al inventar una máquina que homogenizaba la mezcla de hielo, frutilla y azúcar. Actualmente y con casi 80 años, don Wilibaldo Leiva no deja de lidiar en la zona de Vilches, Talca, con los helados artesanales de nieves milenarias. Sin temor a equivocarme, con el gusto de los aconcagüinos y los millones de visitas en algo más de 100 años, me dicen interiormente que don Manuel tuvo el talento de encontrar la receta que logró amalgamar la complejidad, historia y artesanía en múltiples sabores.
Para muchos se perdió la “ventana de la esquina”, esa del ochavo que descubrió don Hugo, para otros la sonrisa de doña Carmen, pero sin duda la mayoría retruca que la receta, es lo importante. Me imagino a don Manuel Olguín, trabajando sus helados de noche, al estilo de Pepito Vila, recibiendo las cargas de frutos del valle que traían en mulas con chiguas a ambos lados del lomo. Veo en sus modernas murallas las fotografías sepias de generaciones pasadas, con don Manuel a la cabeza, recomendando sus primeras recetas en pizarrones antiguos, con tizas extintas. En fin, vuestra historia ya es un patrimonio de Aconcagua, no la perdamos.
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