Son las ocho y media en una escuela municipal de la zona. La profesora de lenguaje respira hondo antes de empezar la clase. Pide guardar los celulares. Algunos estudiantes obedecen, otros los esconden bajo la mesa para revisar mensajes y videos. Un niño intenta copiar la guía mientras mira una pantalla. La profesora interrumpe cada pocos minutos para pedir atención. Según la OCDE, en el informe PISA publicado en 2023, más de la mitad de los estudiantes chilenos declaró que las pantallas les distraen durante las clases. En esa sala la profesora confirma cada día lo que muestra el informe PISA.
Recientemente, el Congreso aprobó una ley que prohíbe el uso de dispositivos móviles electrónicos durante las actividades curriculares en todos los niveles escolares y fijó su entrada en vigor para 2026. La norma quiere reducir distracciones, mejorar la convivencia y cuidar la salud mental de niños y adolescentes. Detrás del acuerdo amplio aparece una pregunta incómoda. ¿Alcanza con sacar el aparato de la sala para hacerse cargo de lo que ocurre con el aprendizaje y las relaciones en la escuela? Lo que está en juego no es solo una pantalla encendida. Lo que está en juego es cómo acompañamos la vida digital de niños, niñas y adolescentes.
Para muchos docentes los parlamentarios ofrecen con esta ley un alivio concreto. La profesora de Cerro Navia ya no tendrá que negociar sola cada mañana con treinta pantallas encendidas. Los equipos directivos dejarán por escrito en el reglamento interno que durante las clases los celulares permanecen apagados y guardados en un lugar definido y la Superintendencia de Educación pedirá evidencias de ese cambio cuando visite los establecimientos. En varias familias algunos apoderados sienten que el colegio por fin pone un límite que ellos no han logrado sostener en casa. Quienes impulsan la prohibición reaccionan a una experiencia real de agobio y distracción que viven adultos y estudiantes.
Eso sí, corremos un riesgo cuando tratamos el teléfono como un villano y olvidamos lo que ocurre alrededor. En el viejo chiste de Condorito, la esposa de Don Otto llega a su casa y encuentra al marido abrazado con otra mujer en el sillón del living. Ella grita, se enfurece y al día siguiente un vecino le pregunta qué hizo. Don Otto, muy tranquilo, responde que resolvieron el problema botando el sillón. Quienes escuchan la historia se ríen porque ven un gesto absurdo. Algunos colegios y familias pueden repetir ese gesto si solo esconden los celulares sin revisar las prácticas que los rodean.
En vez de quedarnos solo con la prohibición y repetir el gesto de botar el sillón, cada comunidad escolar debería asumir tres cambios visibles en un trimestre. Los equipos directivos deberían tomar la nueva ley como punto de partida y acordar con estudiantes y apoderados reglas simples sobre cuándo se guarda el celular y cuándo se usa con fines pedagógicos, de modo que al final del periodo cada curso pueda repetir esas reglas sin dudar. Las y los docentes deberían reservar momentos guiados para conversar sobre bienestar digital y usar el teléfono en una actividad precisa, de manera que el libro de clases muestre esas sesiones y trabajos. Las familias deberían fijar horarios de desconexión en la casa junto con la escuela y, después de tres meses, observar si bajan las peleas nocturnas por el teléfono.
En poco tiempo sabremos si las comunidades escolares dejan esta ley en gesto simbólico o la transforman en oportunidad real. Dentro de un año cualquier comunidad educativa puede mirar dos registros sencillos. Por un lado, el libro de clases y los planes de curso muestran actividades estables sobre ciudadanía y bienestar digital. Por otro lado, los libros de inspectoría y convivencia anotan menos conflictos ligados a celulares y pantallas. Si los primeros registros crecen y los segundos disminuyen, las escuelas habrán aprovechado la norma como ocasión para conversar y aprender. Si nada cambia, las personas adultas habrán hecho con los teléfonos exactamente lo mismo que Don Otto hizo con su sillón.
|