Octubre se tiñe de disfraces, luces naranjas y risas infantiles pidiendo “dulce o travesura”. Sin embargo, detrás del encanto de Halloween se oculta una paradoja que debería hacernos reflexionar: en una sociedad donde cada caramelo viene marcado por sellos negros de advertencia, ¿hemos aprendido realmente a leer lo que consumimos?
La Ley N° 20.606 sobre Composición Nutricional de los Alimentos y su Publicidad, conocida como Ley de Etiquetado, irrumpió en el mercado chileno con la promesa de proteger a los consumidores -especialmente a los niños y niñas- de los excesos de azúcar, sodio y grasas saturadas.
El Centro de Investigación en Ambientes Alimentarios y Prevención de Enfermedades Crónicas Asociadas a la Nutrición (CIAPEC) de la Universidad de Chile, en un estudio publicado el pasado año 2024, asevera que, tras la implementación de la ley, los hogares chilenos disminuyeron el consumo de productos con “Alto en” para todas las categorías, siendo un 36,8% para el caso de azúcares y un 23% para energía/calorías, proponiendo un efecto disuasorio en tono a la ley.
A casi una década de su implementación, octubre se convierte en el mejor mes para observar su eficacia, toda vez que es el mes en que millones de golosinas circulan por manos pequeñas que apenas pueden sostener una bolsa de dulces, pero que ya saben identificar los famosos octágonos negros.
Desde la óptica del Derecho del Consumidor, el etiquetado nutricional representa un hito en el derecho a la información, sin embargo, lo que Halloween evidencia con crudeza es que informar no siempre significa educar. Los sellos advierten, pero no enseñan. El niño sabe que su chocolate “tiene sellos”, pero no entiende por qué; el adulto sabe que “no debería”, pero igual compra. En definitiva, la ley cumple con el deber formal de informar, pero no logra materializar el derecho a comprender.
Esta festividad -que en apariencia solo convoca disfraces y dulces- nos recuerda la tensión entre el libre mercado y la protección al consumidor, toda vez que, en Halloween, la publicidad infantil, los empaques coloridos y la apelación emocional al disfrute compiten abiertamente contra el deber de advertencia del Estado. La balanza, inevitablemente, se inclina hacia el lado más dulce y, aunque el etiquetado intenta poner límites, el poder del marketing logra disolver su efecto en un mar de calabazas, promociones y sonrisas.
El consumo responsable exige algo más que advertencias; exige comprensión, educación y acompañamiento. En ese contexto, si el Estado aspira a formar consumidores empoderados -no solo informados-, debe entender que la etiqueta es apenas el principio del aprendizaje. La ley, en su versión actual, cumple con una función preventiva, pero no transformadora; nos dice lo que comemos, pero no nos enseña por qué importa ni cómo decidir de manera consciente.
En este mes de brujas y calabazas, mientras los estantes de los supermercados se llenan de dulces “altos en todo”, vale la pena recordar que el Derecho del Consumidor no se agota en los sellos, sino que debe proyectarse hacia la educación alimentaria y la equidad informativa. porque en un mercado saturado de mensajes, el silencio del conocimiento pesa más que cualquier advertencia gráfica.
Halloween pasará, los disfraces volverán al armario y los envoltorios al basurero. Pero la pregunta persistirá: ¿será el consumidor chileno capaz de distinguir entre el dulce derecho a elegir y la amarga realidad de no entender lo que elige?
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