Septiembre en Chile huele a empanadas, suena a cueca y se pinta con volantines —cada vez menos, eso sí— de colores que cruzan los cielos. Las fiestas patrias son, para muchos niños, niñas y jóvenes, una pausa esperada en medio de la rutina escolar, una semana en la que los patios de las casas se llenan de juegos, los parques de familias y las calles de música. Es cierto que estos días son de descanso, pero también lo es que, si los miramos con otros ojos, pueden ser una oportunidad única de aprender sin presión, más allá de los límites de las aulas, rescatando lo que nos une como comunidad y lo que llamamos patrimonio cultural.
En un sistema educativo que suele asociar aprendizaje con pruebas, guías y resultados, no siempre reconocemos que niños, niñas y jóvenes siguen aprendiendo incluso cuando no hay cuadernos abiertos ni profesores dando instrucciones. Aprenden cuando observan a sus mayores preparar una receta tradicional, cuando participan en un juego colectivo en la plaza, o cuando cantan junto a sus familias canciones que han pasado de generación en generación. Cuando viven y reviven la historia. Aprenden, sobre todo, cuando la curiosidad y el disfrute son los motores de esa experiencia.
Las fiestas patrias ofrecen múltiples escenarios para este tipo de aprendizajes. Pensemos, por ejemplo, en los juegos típicos. La rayuela no es sólo un lanzamiento de tejos. Es también una manera de ejercitar la coordinación, de experimentar la importancia de la precisión y de aprender reglas comunes que permiten el juego justo. El trompo, más allá de la destreza manual que requiere, enseña paciencia, práctica y la satisfacción de ver un esfuerzo convertirse en movimiento armonioso. Hasta el juego de la silla, tan recurrente en fondas y patios, transmite la experiencia de compartir y de competir en un marco de respeto y risa.
Pero el aprendizaje en estas celebraciones no se limita a lo lúdico. Está en la gastronomía, donde preparar una empanada puede transformarse en una lección sobre medidas, tiempos de cocción y química cotidiana. Está en los bailes, donde la cueca deja de ser un simple requisito escolar y se convierte en una experiencia viva de historia, de identidad y de expresión corporal. Está en los relatos orales, en los dichos y refranes que aparecen en las conversaciones familiares, y que transmiten no solo palabras, sino visiones de mundo, valores y formas de relación.
Si hay algo que caracteriza a estas celebraciones es la búsqueda por reafirmar y seguir construyendo el patrimonio. No hablamos de un patrimonio encerrado en vitrinas o resguardado en museos, sino de un patrimonio vivo, que se respira en cada ramada, en cada fonda, y en cada familia que se reúne en torno a una mesa a comerse un asadito. El patrimonio es lo que nos permite reconocernos en un nosotros, lo que hace que cada niño y cada niña entienda que, más allá de sus diferencias, hay una historia y unas prácticas comunes que nos mantienen unidos. En este sentido, las fiestas patrias no son sólo una pausa en el calendario escolar, sino un aula abierta, un recordatorio de que lo que nos sostiene como comunidad está siempre en movimiento, siempre disponible para ser aprendido y recreado una y otra vez.
Claro está que no se trata de convertir estos días en una sala de clases paralela ni de imponer actividades educativas disfrazadas de diversión. Se trata, más bien, de dar espacio a que la curiosidad surja de manera natural. Cuando un niño pregunta por qué se iza la bandera o cuándo se inició la tradición de las ramadas, no necesita una respuesta enciclopédica, sino la oportunidad de conversar, de imaginar y de conectar con el sentido de lo que se celebra. Con las historias de nuestras abuelas, tías y madres. Cuando una niña quiere aprender a bailar cueca, no necesita una nota al final de la música, sino un compañero o compañera dispuesto a enseñarle los pasos y a reírse con ella en el intento.
En tiempos donde la escuela parece concentrarse cada vez más en los resultados y menos en los procesos, las fiestas patrias nos recuerdan que aprender es también un acto de disfrute, de comunidad y de identidad. Y que el patrimonio —ese conjunto de prácticas, saberes y símbolos que compartimos— no se transmite mejor en un libro de texto que en una mesa familiar, en una plaza llena de volantines o en un corro de niños jugando a la cuerda.
Quizás, al final, la mayor lección de estas fiestas para niños, niñas y jóvenes es esa. Que el aprendizaje no siempre ocurre entre cuatro paredes, ni tiene que estar acompañado de pruebas y calificaciones. Que a veces basta con abrirse al entorno, dejarse llevar por la pasión y disfrutar de aquello que nos une. A veces basta con escuchar con ojos cerrados y oído atento. Y que cada volantín en el cielo, cada cueca bailada y cada empanada compartida son, también, pequeñas semillas de comunidad que deben seguir creciendo mucho después de que las fiestas terminen.
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