En Chile hablamos cada vez más de salud mental, pero seguimos en deuda con temas como la prevención del suicidio. Aunque la discusión avanza, persisten el estigma y la falta de estrategias integradas. En este contexto, existe un recurso accesible, de bajo costo y con amplia evidencia científica que muchas veces pasa desapercibido: el ejercicio físico. Hoy sabemos que el ejercicio no es solo una herramienta para mejorar la condición física, sino también un factor protector frente a problemas de salud mental. Estudios internacionales han demostrado que la actividad física regular reduce el riesgo de depresión, ansiedad y, en consecuencia, disminuye la aparición de conductas suicidas. Es una estrategia concreta, al alcance de la mayoría y con efectos comprobados. La evidencia es contundente. Un estudio realizado en Noruega mostró que las personas que se ejercitan con mayor frecuencia tienen hasta tres veces menos riesgo de presentar síntomas graves de salud mental, incluyendo intentos de suicidio. A nivel global, revisiones sistemáticas y ensayos clínicos han confirmado que el ejercicio disminuye la ideación suicida y mejora los síntomas depresivos. Y aunque no reemplaza la atención médica, sí debe considerarse un pilar fundamental en cualquier abordaje terapéutico. En Chile, sin embargo, persiste muchas veces una visión reduccionista, y el ejercicio suele verse como algo recreativo o estético, más que como una intervención en salud. En contraste, países como Australia ya incluyen la actividad física en sus guías de salud mental como parte integral del tratamiento. ¿Por qué nosotros no? Los mecanismos que explican este impacto son tanto biológicos como psicológicos. A nivel cerebral, el ejercicio estimula factores de crecimiento neuronal, mejora la plasticidad y regula la respuesta al estrés. En lo psicológico, refuerza la autoestima, la autoeficacia y los vínculos sociales, devolviendo sentido y propósito, factores clave para enfrentar la desesperanza. Por supuesto, cada paciente requiere un plan personalizado. Las recomendaciones deben ser simples y seguras: siempre comenzar con orientación médica, ajustar la rutina caso a caso y partir con pasos pequeños. Caminar, bailar o andar en bicicleta son buenas alternativas. La clave está en que la actividad sea sostenible en el tiempo, adaptada a las preferencias personales y, de ser posible, compartidas con otros. El desafío no es solo individual. Las políticas públicas tienen la responsabilidad de incorporar la actividad física de manera explícita en los programas de salud, tanto en prevención como en tratamiento. Esto requiere diseñar entornos que faciliten el movimiento, como espacios seguros, ciclovías y programas comunitarios accesibles. Asimismo, los equipos de salud deben estar preparados para prescribir ejercicio con la misma seriedad con que recetan medicamentos o psicoterapia. En definitiva, necesitamos dejar de ver el ejercicio como un lujo o una actividad secundaria. Es una herramienta legítima de salud mental, y por lo tanto un aliado en la prevención del suicidio. Reconocerlo como tal y aplicarlo de manera estructurada es un paso urgente que Chile no puede seguir postergando.
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