Cada 25 de noviembre, cuando conmemoramos el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, muchas palabras resuenan: justicia, respeto e igualdad ¿Cómo podemos encarnarlas en nuestras acciones o en el espacio que habitamos? Hablar de violencia contra la mujer no es solo mirar hacia las tragedias extremas, que tanto nos duelen como sociedad. Es también preguntarnos por esas pequeñas violencias que están profundamente arraigadas en nuestras relaciones cotidianas y que perpetúan la desigualdad y el maltrato.
¿Nos hemos preguntado qué significa para una mujer sentir que tiene que demostrar el doble para ser tomada en serio? ¿Qué implica que una trabajadora no reciba el pago justo por su esfuerzo o que los acuerdos económicos se dilaten, como si lo que ella hace no fuera tan valioso? Estas no son simples “fallas administrativas” u “olvidos”, sino actos que envían un mensaje claro: tu trabajo no importa tanto.
¿Qué pasa con aquellas mujeres que, además de trabajar o estudiar, crían solas o cargan con responsabilidades que rara vez son reconocidas? ¿Somos conscientes de lo agotador que puede ser intentar rendir al máximo en un mundo que espera de ellas un esfuerzo sobrehumano, pero no siempre está dispuesto a apoyar su equilibrio entre trabajo y familia? Además, muchas mujeres se ven atrapadas en una constante necesidad de defenderse. No se trata solo de responder a las críticas o a la descalificación explícita, sino de una lucha diaria por ser vistas y escuchadas, por no ser interrumpidas o minimizadas. Esta energía, que podría dirigirse al desarrollo personal y profesional, se desvía hacia la autodefensa y el desgaste emocional. Cuando una mujer debe estar siempre alerta, ocupada en evitar el maltrato o la invisibilización, pierde oportunidades para concentrarse en su propio crecimiento.
En las aulas, ¿hemos notado cómo las estudiantes, en lugar de apoyarse, a veces compiten entre ellas de manera destructiva? En lugar de construir juntas, caen en dinámicas de descalificación que solo refuerzan un sistema que ya de por sí las pone en desventaja. Asimismo, en el ámbito laboral, ¿hemos reflexionado sobre cómo nos referimos a las colegas? ¿Hemos visto cómo, muchas veces, las mujeres son juzgadas con mayor dureza que sus pares varones? ¿Nos apoyamos entre colegas o nos juzgamos con críticas disfrazadas de consejos? ¿Nos apoyamos entre nosotras o dejamos que las críticas sutiles y los prejuicios se infiltren en nuestras relaciones? A veces, sin darnos cuenta, perpetuamos estas dinámicas, olvidando que el apoyo mutuo es una herramienta poderosa contra la desigualdad.
Son estas acciones –o inacciones–, tan pequeñas como frecuentes, las que sostienen esa violencia invisible que debemos aprender a identificar y transformar.
Pensemos en lo que podemos hacer desde nuestro lugar, desde nuestra posición única. Hagamos de nuestra comunidad un ejemplo de cambio. El cambio comienza contigo, conmigo, con todos nosotros.
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